¿PARA QUÉ SIRVEN LOS VIEJOS, SI YA ESTÁN AMORTIZADOS? LAS RESIDENCIAS Y EL DESCONFINAMIENTO

Los viejos sirven para quererlos, para admirarlos, para aprender de ellos, para saber que es la vida y, sobre todo, paraque puedan vivir con dignidad hasta el último día de sus vidas

Durante las últimas décadas, una forma de ser y pensar extendido a medio planeta: Sólo vale quien triunfa, quien es competitivo, quien no tiene problemas para tomar las decisiones necesarias para lograr el éxito, quien no se detiene ante el sufrimiento ajeno. Los demás tienen bastante con sobrevivir con las sobras, con la beneficencia. Según ese darwinismo social que tanto impregna a las sociedades actuales, ni los viejos, ni los enfermos, ni los desgraciados tienen más derechos que los que han sido capaces de buscarse a lo largo de su vida. El sistema ofrece oportunidades para todos, están ahí para cogerlas, sólo los inútiles, los mansos, los disminuidos, los locos o los débiles mentales que piensan en lo común tanto como en lo personal, quedan descolgados de ese sistema perfecto que premia a los fuertes y a los esforzados y castiga a los zánganos y dubitativos.

Dentro de ese esquema, los viejos forman parte del grupo de inútiles a los que hay que mantener porque sus habilidades físicas e intelectuales han menguado. No sirven para producir ni para especular y sólo son una carga para el sistema, que ante el aumento de la esperanza de vida está pidiendo a gritos una dramática siega de las prestaciones públicas por jubilación. 

Se considera al viejo como una mercancía deteriorada, como una maquinaria obsoleta e inservible, como una fuente inagotable de gastos. Sin embargo, los viejos son la vida, la expresión más noble de la batalla contra el tiempo, de la resistencia del hombre a las leyes inhumanas de los mercados. Durante muchos años nos hemos olvidado de los viejos, aunque se nos llene el corazón de amor cada vez que nos acordamos de nuestros antepasados vivos o fallecidos, la realidad es que cada vez más viejos son apartados de la vida para recluirlos en residencias para mayores que no son otra cosa que aparcamientos donde se les deja con los de su edad para que juntos esperen a la muerte, mientras de domingo en domingo se pasa la familia para ver cómo va la cosa antes de ir al campo o a comer a un restaurante. El viejo ha sido considerado como un estorbo.

Ese alejamiento egoísta, propiciado tanto por el trabajo de los hijos como por la comodidad, nos ha explotado en la cara con la pandemia que se los está llevando como si estuviesen condenados por alguna plaga bíblica de las que tanto oyeron hablar cuando los sermones infernales de los curas eran de obligatoria escucha. Pero no, no ha sido una plaga bíblica la causante de tanta muerte en soledad, de tanta desgracia, sino la dejadez humana, la entrega de un segmento tan esencial de los cuidados a las personas que más los merecen y los necesitan a empresas que sólo buscaban el beneficio sin importarles una mierda el bienestar de los viejos que tenían bajo su protección.

Cuando se implantó en España la Ley de Dependencia habría solventado esa incuria de haber contado con financiación suficiente. Nadie, o casi nadie, quiere dejar su casa, ni aun en los casos en que los años hayan hecho más mella pues la casa de uno es su santuario y allí están todos los recuerdos revoloteando como mariposas que todavía hacen soñar. La Ley de Dependencia pretendía que nadie abandonara su casa y en ella recibiese los cuidados necesarios en esa última etapa de la vida. Los Gobiernos decidieron dejar la Ley sin fondos mientras crecían las residencias-aparcamiento. Florecieron cientos de residencias, de asilos, se relajaron las inspecciones y las medidas de control por parte de las Administraciones autonómicas y el virus, de por sí terrible, encontró en ellas un lugar donde prosperar.

Los mayores se plantan al intuir que pueden ser los últimos en poder salir a la calle

Los mayores han sido los grandes olvidados en las residencias, los descartados cuando las ambulancias estaban desbordadas en los traslados a hospitales, los relegados cuando hubo escasez de equipos de ventilación o escaseaban plazas en las UCIs, los ninguneados con los tests, y ahora… se plantea que sean los últimos en salir de sus casas o residencias cuando empiece el desconfinamiento.

Es la factura que el Covid-19 se está cobrando entre la gente mayor, un colectivo que tendría que tener, si la importancia se midiera por el número de personas, mucha fuerza en esta crisis sanitaria. La realidad dice, sin embargo, todo lo contrario.

Ahora, en pleno debate de cómo será el desconfinamiento de niños y menores, las personas mayores se han plantado al intuir que ellos ocupan el último lugar en esa lista de salidas a la calle controladas pues el equipo encargado del despliegue de las medidas de desconfinamiento considera que habrá que adoptar medidas extras de protección con las personas mayores de 65 años “porque los riesgos que corren por posibles contagios son muy altos”. Y se recuerda que las personas fallecidas tenían más de 70 años, con una letalidad que supera el 24%”.

Todo eso, garantizar la seguridad de determinados grupos, está muy bien, pero es un error fijar criterios sólo por la edad de las personas porque eso linda con la vulneración de los derechos individuales. Si se consideran los años de vida como único criterio, estaríamos cometiendo discriminación por edad (edadismo) y la sobreprotección desproporcionada podría tener consecuencias en todas las esferas de la persona.

Las medidas del desconfinamiento referidas a la gente mayor tendrán que tener también en cuenta las residencias, ya que en esos centros, tan castigados por los estragos de lelCovid-19, hay usuarios que van camino de los dos meses de confinamiento.

Las puertas de los geriátricos fueron, junto con los colegios, las primeras en cerrarse y eso está pasando una cara factura a los ancianos con mejor salud, que podrían salir a la calle y que han esquivado hasta ahora el virus. Se está empezando a detectar, entre esas personas más sanas, cuadros de depresión”, pues esos ancianos ya no entienden lo que está pasando y necesitan volver ya a la normalidad, aunque sea con salidas programadas.

Hace casi dos meses que no tienen, además, ningún contacto directo con sus familiares. Si las medidas de desconfinamiento no incluyen también a estas personas encerradas en sus residencias, las consecuencias para su salud mental y física pueden ser dramáticas, y más considerando todo el horror al que han estado sometidos al ver como desaparecían sus compañeros con los que compartían el ocio, las comidas y los recuerdos.

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