Nos hallamos inmersos en una sociedad donde el peso de las palabras parece diluirse entre la ligereza de las opiniones sin fundamento y la superficialidad de discursos moldeados para agradar.
Nos enfrentamos a una crisis de valores y principios fundamentales. La ética está en sus horas más bajas, y lo que debería ser la base de una sociedad democrática –el respeto por los demás, la independencia judicial, la honestidad– se ha convertido en una molestia que obstaculiza los intereses inmediatos.
¿Qué clase de sociedad estamos construyendo? ¿Una en la que las leyes se redactan a conveniencia de unos pocos? ¿Dónde la justicia se transforma en un espectáculo mediático, desprovisto de rigor técnico y neutralidad? Es hora de replantearnos si queremos un sistema basado en la fortaleza institucional y la ética, o uno corroído por la manipulación y el cortoplacismo.
La crítica constante y simplista a los jueces no solo desgasta la confianza en el sistema, sino que compromete la solidez de las instituciones democráticas: ¿Qué democracia puede sostenerse si su independencia judicial es cuestionada y utilizada como moneda de cambio en el mercado de las conveniencias políticas?
Las leyes se redactan a conveniencia, diseñadas ad hoc para limitar derechos, proteger a unos pocos privilegiados o debilitar herramientas fundamentales del sistema jurídico.
Muchas de las la leyes recientes responden, no al interés general, sino a la necesidad de mantener un relato o blindar a determinados sectores. El legislador, que debería ser el guardián de la equidad y el bien común, se convierte en el arquitecto de un marco legal que erosiona los cimientos del Estado de Derecho.
La constante interferencia política en la labor judicial y el ataque directo a la independencia de los jueces son síntomas de un sistema que se inclina peligrosamente hacia la arbitrariedad.
Algunos, no todos, medios de comunicación han pasado de ser un pilar informativo a convertirse en actores principales de la deformación del discurso público. Ya no se limitan a informar; opinan, adulteran y manipulan los hechos.
En esta sociedad del espectáculo, se confunde el derecho a la información con el morbo y la persecución mediática. ¿Qué justicia puede existir si la opinión pública dicta sentencias antes de que lo hagan los jueces? Hemos llegado a un punto donde la verdad importa menos que el «relato», esa narrativa cuidadosamente fabricada para satisfacer intereses económicos y políticos.