¡¡¡ NAPOLEÓN, EL LIBERTADOR DE CATALUÑA !!!

El catalanismo usó la invasión francesa para reforzar la demanda de un Estado aparte

 

Cataluña napoleónica se refiere al periodo de la historia de Cataluña en la que estuvo ocupada por los ejércitos del Imperio napoleónico en el contexto de la Guerra de la Independencia española (en Cataluña denominada «la Guerra del Francès») y del reinado de José I de España

 

El 10 de febrero de 1810 las cancillerías de París y Madrid –Napoleón Bonaparte y José Bonaparte– rediseñaron como quedaría repartida España. Dicho de otra manera, dónde finalizaría el Imperio francés y dónde empezaría el Reino de España. Esta distribución en departamentos –provincias– no era una novedad. Era el sistema napoleónico de apropiarse territorios después de ser conquistados. Así, en Italia, creó los departamentos de Turín, Stura, Alpes Marítimos, Génova, Montenotte, Apeninos, Taro, Livorno, Florencia, Siena, Spoleto o Roma.

 

Napoleón, en el momento de incorporar en departamentos regiones no tenía en cuenta razones de tipo histórico o de cercanía. Incorporaba todos aquellos territorios conquistados o bajo su dominio, estuvieran cerca o no de Francia. Con lo cual aplicaba la política del debilitamiento, dejando la mano abierta a posibles revueltas.

 

Cataluña fue la zona de la península Ibérica que más tiempo estuvo bajo la ocupación francesa, aunque «sin haberlo estado nunca del todo ―lo más frecuente era que dominaran las villas y ciudades, pero no las zonas rurales: así sucedía en Barcelona donde el control efectivo por parte de los franceses no acostumbraba a pasar de la línea del Llobregat, dejando los pueblos a la derecha del río en manos de los “patriotas”― con la consecuencia de encontrarse constantemente en pie de guerra y de sufrir mayores destrucciones que cualquier otra “provincia” de la monarquía» (Josep Fontana, Historia de Catalunya)

 

Cataluña también fue el territorio peninsular español en el que mayor unanimidad se registró en contra de la ocupación. Entre las clases populares esto se debió a una mezcla de motivos: el odio tradicional al francés, el malestar ante una situación de crisis ―que enlaza con la creencia de que el buen rey ausente puede retornar las cosas al estado en que estaban en un pasado más feliz―, el apoyo dado por la Iglesia, de la que hace una guerra santa, y todavía por motivaciones de ganancia o de venganza mucho más próximas e inmediatas En una canción popular se decía: Napoleón «és un dimoni, y és menester fer-li creus; és barbut com una cabra, y pelut de cap a peus» (Napoleón ‘es un demonio, y es menester hacerle cruces; es barbudo como una cabra, y peludo de pies a cabeza’).

 

Josep Fontana en su “Historia de Catalunya” señaló en 1988 la paradoja de que «contra lo que parecería normal, la Cataluña napoleónica ha recibido bastante más atención de los investigadores que la de los patriotas», y a ello a pesar de que «los cambios políticos y administrativos del régimen napoleónico han resultado intranscendentes: han sido reformas “de papel”, que no han podido aplicarse en un país que los franceses no ocupaban eficazmente y por no haber influido apenas en el futuro», a diferencia de «los intentos de reforma del bando “patriota” [que] han sido una de las bases de los replanteamientos formulados en España después de 1814: una fuente de experiencias y un legado de proyectos que ha fructificado en la obra del liberalismo».

 

Para Napoleón, Cataluña era un lugar estratégico en el grand Midi, siendo Barcelona su capital. Para tenerlos contentos, el mariscal Pierre François Charles Argereau oficializó el catalán. Esta zona sería un núcleo estratégico económico y demográfico del sur de Francia. Y no solo esto, el nuevo gobierno fue conocido como Govern de Catalunya. No solo se suprimió el castellano, sino que se arriaron las banderas francesa y catalana. La española fue prohibida.

 

El ejército francés consiguió el dominio efectivo sobre la totalidad del territorio catalán el 12 de enero de 1812. A partir de ese momento, teniendo en cuenta lo establecido en 1810, Cataluña pasó a ser un departamento más del Imperio francés. Cataluña quedó dividida en 4 departamentos: Departamento del Segre, Departamento de las Boques de l’Ebre, Departamento del Ter, Departamento de Montserrat. Las capitales de estos departamentos eran Puigcerdà, Lérida, Gerona y Barcelona. Por aquel entonces Cataluña tenía un millón de habitantes, de los cuales 125.000 vivían en Barcelona.

 

Cataluña tenía bastantes afrancesados dentro de la nobleza y clases dirigentes. Entre ellos Ramon Casanova, Juan Madinaveytia, Antonio Ferrater o Melchor de Guardia. Los que antaño fueron austracistas ahora eran afrancesados. El gerundense Tomás Puig escribió, al mariscal Argereau, un opúsculo llamado Plan de Organización política para Cataluña. En él defendía la abolición del castellano y la implantación del catalán y el francés.

 

«El idioma castellano después del Decreto de nueva planta (de 100 años acá) se usaba como forzado en los tribunales por ser lenguaje del gobierno o de la nación dominante…. El idioma catalán es más análogo al francés que al castellano….Pocos catalanes hablan perfectamente el castellano y conocen por reglas y a fondo el genio y naturaleza de este idioma… La mayor parte de los catalanes no lo entienden y casi tan fácil les sería la inteligencia del francés como de dicho idioma».

 

A parte de incluir el código civil francés, planteó medidas para incautar los bienes eclesiásticos. Deseaba eliminar conventos y monasterios porque eran una mala influencia para el espíritu de los catalanes. Con lo cual Tomás Puig quería convertir Cataluña en una región laica o, como mínimo, importar los principios de la Revolución francesa. Además, como era de esperar, proclamó las ventajas si se separaban de España.

 

Lo que hoy muchos reivindican ya lo inventó Tomás Puig en el 1812 cuando afirmaba que «los catalanes tienen un orgullo nacional que los lleva a creerse superiores a los otros españoles: su odio contra los castellanos es su mejor expresión».

 

En agosto de 1812, con la derrota francesa ante el ejército anglo-español del duque de Wellington –batalla de los Arapiles– y el desastre en Rusia, hicieron que todo se desmoronara. Napoleón estaba perdiendo el dominio militar y el Imperio francés se desmoronó.

 

Napoleón Bonaparte no pisó nunca Catalunya. Durante buena parte del siglo XX, sin embargo, el nacionalismo catalán, separatismo incluido, usó la anexión del país al imperio francés entre 1812 y 1814, con un gobierno propio que utilizaba la lengua catalana, como espejismo de un Estado catalán.

 

En paralelo al nacimiento del catalanismo político, Àngel Guimerà incluyó al emperador en su discurso en la asamblea de la Unió Catalanista de Manresa, en marzo de 1892, en el marco de la elaboración de las Bases per a la Constitució Regional Catalana, donde aseguró que Catalunya lo había hecho todo para conservar su independencia. “Que lo diga el gigante de nuestro siglo, este Napoleón que dejó aleteando en la agonía sus águilas, antes invencibles, sobre las llanuras y montañas de nuestras regiones”.

 

A finales de noviembre de 1918, el diario regionalista La Veu de Catalunya aseguraba que “Napoleón constituyó Catalunya en Estado, aunque por poco tiempo” y lamentaba que en la guerra del Francés los catalanes “no fueran sino españoles” pues unas cuantas docenas de tenderos son una mala guardia imperial para ganar batallas”.

 

También entonces, se explicó la creación de un gobierno particular en Catalunya “completamente independiente del resto de España y con directas relaciones con Napoleón” y la organización de la Catalunya francesa. En diciembre 1928, se insistió que los catalanes habían “dejado perder” la oportunidad que habían significado la guerra del Rosellón (1793-1795) y las guerras napoleónicas y se consideraba que la falta de conciencia nacional no había permitido aprovechar “la actuación beneficiosa de la burocracia napoleónica” ni la simpatía de Napoleón, y por eso Catalunya “quedó fiel a España”.

 

Proclamada la Segunda República, en junio de 1931 en la conmemoración de las Bases de Manresa se recuperó ese discurso y se insistió en que Napoleón había reconocido el “caso de Catalunya”. Eso, según el separatismo, significaba que Catalunya era un Estado independiente y que “en horas de sumisión espiritual y material, se ha rebelado —inconscientemente si se quiere— contra toda tiranía que intentaba ahogarla”.

 

A finales de agosto de 1936, en una de las últimas referencias a Bonaparte del catalanismo, L’Esquella de la Torratxa asimiló la gesta de los españoles contra Napoleón con la que se hacía para frenar a los alzados contra la República.

 

Cuando se recuperó la democracia, el entonces dirigente de la UCD Carlos Sentís preguntado por el Avui en marzo de 1978 por cómo definiría España en las coordenadas históricas de entonces, el periodista expresó que Catalunya había demostrado su vocación hispánica en el movimiento popular contra Napoleón “cuando precisamente se habría podido balancear al otro lado dadas las facilidades ofrecidas por el gran corso”.

 

Las motivaciones de los catalanes del siglo XIX, la semilla de modernización, los estragos en la población de seis años de ocupación, la represión francesa, el rechazo frontal a los ejércitos napoleónicos… sin embargo, al catalanismo y sus objetivos políticos le importaban poco. Al fin y al cabo, el nacionalismo “¡no puede ser una lección de historia!”.

 

Lo que verdaderamente ocurrió.

Viena (Imperio austro-húngaro), 1 de octubre de 1814, las potencias ganadoras restauraron la independencia y dimensionaron la fuerza de tres Estados destinados a ejercer la función de tapón de contención de futuras tentaciones expansionistas francesas: los Países Bajos en el norte, Baviera en el nordeste y Piamonte en el sureste. ¿Por qué Catalunya, en el sur, no fue la cuarta pata de ese proyecto?

 

En 1795, el régimen revolucionario francés ocupó los Países Bajos austríacos (la actual Bélgica), y en 1806, el Imperio napoleónico hizo lo propio con las Provincias Unidas (lo que coloquialmente denominamos Holanda). En 1815, el Imperio napoleónico había sido derrotado se podría haber pasado por restaurar la independencia de las Provincias Unidas y retornar los antiguos Países Bajos austríacos a la soberanía de Viena. Pero lo que se decidió fue la creación del Reino de los Países Bajos, que aunaba ambos territorios. Austria-Hungría cedía su antigua posesión y Gran Bretaña aceptaba la formación de un potente competidor; con el objetivo de crear un Estado lo bastante dimensionado como para contener a Francia en un hipotético intento de expansión hacia las costas del mar del Norte.

 

Baviera también había sido ocupada durante la etapa revolucionaria francesa pero Baviera vio restaurada su soberanía y, más próxima a las fronteras de Francia que Prusia o que Austria,  también era dimensionada para contener a Francia en un hipotético intento de expansión hacia la Confederación Germánica (el conglomerado sucesor del Sacro Imperio).

 

El reino de Piamonte (la parte continental, es decir, Saboya, Piamonte y Niza) había sido ocupado por Francia durante la etapa revolucionaria  en las negociaciones de Viena se restauró el dominio piamontés sobre la parte continental (Cerdeña no la habían perdido nunca) y así el reino de Piamonte-Cerdeña ocuparía el territorio de la que, hasta la invasión francesa (1794), había sido la histórica República de Génova, con el objetivo era contener a Francia en un hipotético intento de expansión hacia la península Itálica.

 

Catalunya tenía todos los condicionantes geográficos, históricos y culturales para convertirse en la cuarta pata del proyecto de Viena: la creación de un Estado tapón para contener a Francia de un hipotético intento de expansión hacia la península Ibérica. Con una Francia derrotada, no habría sido difícil reincorporar el Roselló y la Cerdanya y con una España gobernada por el ridículo Fernando VII, el rey que le había vendido la corona a Napoleón (1808) y que felicitaba al emperador francés por sus triunfos sobre la insurgencia española.

 

En la no decisión de crear una Catalunya independiente, influyeron dos factores muy importantes: la propia decadencia española y además, tres de las cuatro potencias ganadoras estaban gobernadas por regímenes absolutistas (Austria-Hungría, Prusia y Rusia) y su pretensión era imponer este sistema por todo el continente para impedir la reedición de revoluciones como la francesa. Y Fernando VII de España, desde que estaba, nuevamente, en el trono de Madrid (1814) destinaba todos sus esfuerzos a perseguir a los liberales que habían luchado por su retorno. Pero en esa decisión también pesó la postura de las élites del país

 

Mientras que en Ámsterdam, en Múnich y en Turín, sus respectivas élites abrazaron el proyecto vienés, es decir, la independencia y el dimensionado del país, en Barcelona, las clases mercantiles (las verdaderas clases dirigentes de la ciudad y del país) le dieron la espalda. El aparato fabril catalán, destruido a propósito por el régimen borbónico durante la guerra y la ocupación del país (1707-1714), había resurgido lentamente a partir de la colonización comercial catalana de la América hispánica (1750) y las élites del mundo de los fabricantes catalanes no querían romper los vínculos con la estructura política que garantizaba estos ejes. Así se materializó una interesada alianza política y socioideológica entre los liberales españoles y la élite del mundo industrial catalán, que se materializaría en la institución de un sistema proteccionista, que convertía al reino español en un coto de la industria catalana (recordemos que la chispa que había provocado la revolución austracista de 1705 había sido la prohibición borbónica de comerciar con Inglaterra y los Países Bajos, los principales socios comerciales de Catalunya).

 

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