Franco se murió en la cama, le pese a quien le pese. Y la transición a la democracia fue el resultado de un acuerdo amplio entre quienes consideraron que el franquismo ya no se correspondía con los tiempos y quienes se habían opuesto a él, con mayor o menor fuerza y resultados.
Tras la formación del Gobierno Suárez y la adopción de los Pactos de la Moncloa, el llamado «consenso» facilitó que, todos, los que estuvieron en un lado y los que estuvieron en el otro, pudieran pasar página para comenzar esta etapa de constitucionalismo democrático buscando el deseo de contar con un Estado de derecho, con democracia y con derechos humanos. que, lamentablemente, algunos quieren destruir para volver a entronizar los conceptos de vencedores y vencidos.
Hoy en día, cuando, repetidamente ya, nos encontramos ante resultados electorales que no ofrecen mayorías claras, sería precisamente necesario volver a poner de acuerdo a las fuerzas política. En cambio, vuelven a aparecer, reforzadas en forma populista y con un regreso a los nacionalismos destructores, las opciones que preconizan y ponen en práctica, el enfrentamiento y la división, con falsos postulados ideológicos. Se nos propone, como panacea indiscutible, «el cambio». Y se define al «cambio», simplemente, como conseguir apartar de las opciones de gobierno precisamente al partido que, aunque sin mayoría suficiente para gobernar, más escaños ha podido congregar, al precio que sea, y ello es presentado a la ciudadanía como un logro democrático y progresista.
Ciertamente, es necesario cambiar la política española, en todo el territorio, para que responda mejor a las necesidades reales de la ciudadanía. Cuando para gobernar en minoría se ha ido forjando una política de cesiones a los nacionalismos periféricos que nos ha llevado hasta donde estamos, no hay duda al respecto: es necesario un cambio. Pero no es cambio volver a las concepciones de vencedores y vencidos. Hemos tenido constituciones liberales, moderadas, conservadoras, tendentes hacia la izquierda o hacia la derecha que siempre han generado división y sustitución de unas por otras, según terciara la mayoría electoral. Conseguimos romper esta tendencia en 1978 con la primera Constitución que, en nuestra historia, no fue la de una mitad contra la otra mitad. Se tuvo que decidir qué tipo de Estado queríamos: unitario, federal, descentralizado, porque ello iba a determinar los procesos de toma de decisión y la articulación de todos los poderes públicos. Y volvemos a estar, inopinadamente, ante el mismo dilema, pues, a través de acuerdos entre partidos dirigidos a comprar investiduras estamos rompiendo el modelo del que nos dotamos en 1978.
Lo único que parece preocupar en algunas comunidades autónomas, no precisamente socialistas, es la posibilidad de recibir menos fondos sin darse cuenta que eso es la consecuencia, no la causa del problema. La causa reside en la ruptura de la soberanía, como si cada parte pudiera sustituir al todo y, en consecuencia, entre otras cosas, del modelo de financiación. Nos preocupó, y mucho, en la transición y en la elaboración de la Constitución, que no existieran discriminaciones derivadas de vivir en un lugar u otro de España. Se transigió con la excepción constitucional del País Vasco y Navarra y se definió un razonable modelo general que podría evolucionar según fueran variando las necesidades (las redefiniciones de los parámetros de la LOFCA) bajo el indiscutible concepto de que los impuestos los pagan las personas, físicas y jurídicas, no los territorios. Y ahora, algunos pretenden establecer una confederación de facto mediante mutaciones constitucionales que deriven en el establecimiento de regímenes privilegiados. Y quieren imponerlo cual vencedores, con pactos entre perdedores.
La sujeción de gobernantes y gobernados a la ley, al Derecho, constituye quizás el logro más preciado de la evolución social. Saber cuál es la ley que nos van a aplicar, en cualquier circunstancia, aunque no nos acabe de convencer su contenido, nos da seguridad jurídica y, por ello, podemos ajustar nuestra conducta y prever sus efectos, en todos los ámbitos. Con el Estado de derecho se terminaron la arbitrariedad y el absolutismo. Y tenemos el Derecho como garantía para defender, pretender y acordar los cambios que creamos necesarios, en todos los niveles, incluida la propia Constitución.
Entonces, ¿se puede llegar a acuerdos con quienes pretenden substituir los instrumentos democráticos representativos por la democracia deliberativa o la democracia directa sin respaldo legal? ¿Se puede aceptar que las decisiones más trascendentes se estén tomando en mesas de negociación alegales en el extranjero? ¿Sería lícito, en democracia, que los gobiernos se formaran con quienes dejarían a la ciudadanía indefensa ante la arbitrariedad?
Y todo ello, evidentemente, sin ningún respeto a la ciudadanía no nacionalista, relegada a lo que lisa y llanamente constituye un apartheid derivado de esa concepción de vencedores y vencidos de la que quisimos apartarnos y que ha regresado impunemente.