Mitos, realidades y preocupaciones sobre las pensiones públicas

«La Seguridad Social no se debe dedicar a dar ayudas ni a vigilar la ‘redistribución’ de un dinero que el político decide extraer hoy de la caja»

El debate sobre el funcionamiento del sistema público de pensiones no se acaba nunca. No sólo porque lleva en cuestión más de treinta años, sino porque es de los pocos terrenos donde los economistas no nos hemos equivocado demasiado haciendo previsiones en estos años. Estamos bajo una estrategia clara y deliberada de tensar todas las costuras del sistema público sin reparar en el coste que puede tener a futuro.

A falta de las cifras de cierre de 2022, España ya se ha convertido oficialmente en el país europeo que más porcentaje de su presupuesto público emplea en el pago de pensiones (1/5 de todo el gasto consolidado de las AA. PP), que en peso sobre el PIB ha alcanzado el objetivo que se marcó hace años para 2030 (13,7%), que en la actualidad tiene un déficit presupuestario sólo en términos contributivos (estrictamente cotizaciones pagadas y pensiones contributivas de jubilación) de más de 20.000 millones de euros y, por último, ha sobrepasado la barrera de los 100.000 millones de euros de deuda pública asociada a la Administración de la Seguridad Social.

Ésta es la realidad del sistema. Los números y su contexto dibujan un panorama descarnado que ahonda en la expectativa de que el sistema público pueda colapsar antes que las generaciones más jóvenes presentes puedan cruzar la edad legal de jubilación. La entrada en jubilación de las primeras cohortes del baby-boom arroja un resultado temprano poco alentador: pensión media de 1.600 euros en el Régimen General y una tasa de sustitución cercana al 73% del último salario cobrado. Los nuevos jubilados cobrarán en forma de pensión toda la cotización pagada durante su vida laboral aproximadamente cuando cumplan 75-76 años, quedando al cargo del sistema y sin ningún retorno posible toda la pensión que se cobre hasta su fallecimiento.

Al igual que hemos comentado en otras ocasiones, uno de los cánceres en el análisis de las pensiones es fijarnos sólo en las cuantías de pensión que se cobran. Quién de la actual mayoría parlamentaria no ha utilizado el argumento de que una pensión de viudedad de 849 euros es indigna, o que no se puede tolerar que la pensión mínima apenas supere los 700 euros mensuales. Sobre la base de una mala interpretación de las cifras se ha construido un relato demagógico que oculta las vías más razonables de salida para aquéllos que sí tienen problemas de poder adquisitivo. En ningún momento se habla de las reformas necesarias en el mercado de trabajo (en la dirección opuesta a trocear contratos y perder a chorros horas de trabajo como sí ha producido la reforma de Díaz), del incentivo a ahorrar y generar complementos de pensión durante la etapa laboral o la urgencia de recortar el gasto en otras partidas para dar cabida al incremento del gasto en pensiones.

Hemos traspasado una línea roja como es confundir el sistema de pensiones con un sistema asistencialista, donde cobrar más pensión depende de la magnificencia del Gobierno de turno, con lo cual, a mayor generosidad política presente, mayor agradecimiento hay que tener al Gobierno actual, el cual tiene la capacidad de prácticamente consolidar en el tiempo cualquier subida de las pensiones. En el momento en que en un sistema de reparto se pierde todo vínculo real entre contribución y prestación, desaparece la posibilidad de hacer cálculo económico, de poder juzgar con un mínimo de criterio homogéneo en el tiempo lo que está pasando y de aplicar las medidas correctoras necesarias.

¿Quién se atreve a discutir discursos como el de la ministra de Hacienda que defiende la necesidad de subir las pensiones por la ayuda que esto supone para los hijos y los nietos de los pensionistas? Desde luego, un actor político aspirante al Gobierno no lo tiene fácil. Pero un economista con mediana sensatez, sí. Y no nos podemos resignar a atacar este tipo de afirmaciones espurias. La Seguridad Social no se debe dedicar a dar ayudas ni a vigilar la ‘redistribución’ de un dinero que el político decide extraerlo hoy de la caja.

Para articular ayudas inteligentes y que lleguen a los que más lo necesitan están los Presupuestos Generales del Estado y la valentía que debería tener el Gobierno de turno para justificar ante la sociedad un incremento extraordinario de los impuestos que sufrague un incremento extraordinario del gasto de similar cuantía. Parapetarse en la caja de la Seguridad Social, donde el actual Gobierno ha encontrado un filón para ocultar incrementos del gasto sin que haya una rendición de cuentas real, es un ejercicio de irresponsabilidad tristemente común en la mayor parte de los Gobiernos que han pasado desde mediados de los años 2000.

Recién traspasada la barrera de los 9,06 millones de pensionistas (de los cuales 6,2 millones son de jubilación y el resto se reparte entre viudedad, orfandad y otras) el terreno ha quedado completamente minado, ya que hasta el más mínimo debate puede ser utilizado por cualquier agitador de la opinión pública como una ‘declaración de guerra’ a los pensionistas. En el fondo, es la queja que expresan las instituciones europeas empezando por la presidenta del BCE Christine Lagarde. 

En realidad, cada Gobierno que ocupa el poder sobrepasa líneas rojas anteriormente impensables. Ante los incrementos de gasto estructural (y pérdidas estructurales de cotizaciones por menor entrada de jóvenes con salarios razonables en el mercado de trabajo), al Gobierno sólo se le ha ocurrido explorar una vía muerta como es el incremento de las cotizaciones, colocando a España en una situación aún más insostenible con respecto a la carga fiscal que soportan las empresas y autónomos.

Los incrementos sucesivos de las bases mínimas de cotización producto de la subida del SMI, a lo que se suma el incremento de los tipos de cotización tanto del Régimen General (0,6% adicional sobre el 36,25% ya existente) como del RETA (cuotas que en la mayor parte de los casos suben entre un 20% y un 50% al mes). También está el futuro destope de las bases máximas ya que supone una hipoteca muy clara que no pesará ni siquiera sobre las espaldas del próximo Gobierno sino muy probablemente del siguiente. 

Tanto el actual Gobierno como el siguiente disfrutarán de un dividendo durante 5-10 años en forma de más ingresos por cotizaciones (pocos, dicho sea de paso, a lo sumo entre 7.500 y 8.000 millones más) y todo ello suponiendo que los trabajadores y empresas asumen el enorme incremento del coste laboral y no deciden deslocalizarse o buscar otro régimen de cotización menos oneroso. En cambio, a partir de ese período, empezará a crecer con fuerza el gasto en pensiones sobre unas bases muy altas. Lo que viene a ser pan para hoy y hambre para mañana.

Fuente: The Objetive

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