Todas las reformas prometen beneficios en el futuro, pero generan costes en el presente. Además las reformas prometen beneficios para muchos, pero no para todos. Es decir, los costes y beneficios de las reformas están distribuidos de forma asimétrica tanto en el tiempo como entre la población. Ambas características son problemáticas
Si algo beneficia de forma difusa a muchos pero perjudica a unos pocos, estos últimos están muy incentivados a organizarse en forma de grupo de presión. Si los costes de las reformas se concentren en el corto plazo y los beneficios, en el futuro, implica que los políticos que las impulsan se enfrentan al dilema de sufrir los costes políticos de su reforma sin poder capitalizar en el ciclo electoral siguiente los beneficios de estas.
En contra de lo que a veces se cree, España ha sido activa en materia de reformas estructurales. A veces con resultados irregulares, como en el caso de las reformas laborales, pero otras veces con efectos notables, como en el caso del Plan de Estabilización de 1959, los Pactos de la Moncloa de 1977, la entrada en la UE en 1986, el Mercado Interior Europeo en 1993 o la integración en la UEM en 1999.
El contexto en el que se lanzan todas estas reformas comparten al menos dos rasgos comunes. En primer lugar, se decide reformar en tiempos difíciles en lo económico: cuando la autarquía franquista está a punto de colapsar por falta de divisas con las que pagar el petróleo, cuando la inflación amenaza con hundir la Transición, cuando España afronta la entrada en la UE con la industria en plena reconversión y el paro disparado, o cuando se afronta la necesidad de sanear las finanzas públicas y privatizar sectores fundamentales de la economía en plena recesión postolímpica. Las reformas se lanzan en tiempos difíciles porque en este contexto la capacidad de negociación de los principales afectados suele ser menor, y los costes relativos para el político que decide suelen ser limitados pues la situación actual ya es mala, y el político puede decidir que la inacción es más costosa electoralmente que la toma de decisiones, incluso si eso le comporta enfrentarse a grupos de presión organizados.
El otro rasgo común de las reformas es que existe un referente (o una obligación) exterior. Ese es el papel del FMI en el Plan de Estabilización de 1959, de los referentes italianos y alemanes en la política de rentas que inspiraron los Pactos de la Moncloa y del compromiso con la UE en la adhesión y en la entrada en la eurozona. Si existe presión exterior, por ejemplo, en forma de compromisos internacionales, el político es capaz de «trasladar» parte del coste de la reforma a ese ámbito.
Los elementos del buen reformar incluyen tres aspectos clave adicionales: la credibilidad, la calidad institucional y la compensación a los perjudicados. La credibilidad aumenta si las reformas son auténticas reformas, o dicho de otra manera, es especialmente dañino anunciar una batería de pequeños cambios como si fuesen acciones de calado. Un segundo elemento es la calidad institucional. Los Estados que funcionan bien, desde el punto de vista institucional, implementan mejores reformas pues son capaces de «proteger» las reformas de cambios políticos futuros y garantizar que los beneficios esperados a medio-largo plazo se acaban produciendo. El tercer elemento se refiere a la compensación de los grupos que pierden por los cambios que introducen las reformas y existen muchas maneras de plantearlo, desde las compensaciones directas hasta vías más estratégicas.
En este sentido, parece que una de las opciones más fructíferas es hacer reformas simultáneas que permitan ofrecer intercambios aceptables. Si se analiza con cierta profundidad el proceder tanto del ministro “de las pensiones”, Escrivá, como de la ministra de trabajo, Yolanda Diaz, parece que, al menos, sí saben de estrategias para plantear hábilmente las reformas que tienen encomendadas.
Puede que los Fondos de Recuperación Europeos sean una «ventana de oportunidad» para hacer las reformas estructurales que precisa España (y que exige Europa): la reforma laboral y la reforma de las pensiones. Las condiciones de partida cumplen los dos criterios indicados: estamos en tiempos económicos difíciles y existe un elemento de disciplina exterior por la condicionalidad asociada al desembolso de los fondos del NGEU. Además, no hay nada que impida cuidar la credibilidad, compensar con inteligencia a los perdedores y blindar institucionalmente las reformas.
Con todo, hay que reconocer que la polarización política podría ser una rémora al impulso reformador. Pero si se toman en consideración todos los factores, no parece una ingenuidad inclinarse al optimismo y a pensar que, quizás, esta vez se podría asistir a un caso de éxito de las reformas pendientes y urgentes que ya precisaba la España pre Covid. (y que ahora precisa con más intensidad si cabe).