Cuando la izquierda decidió abrazar todas las causas «identitarias» (mujeres, inmigrantes, gais, lesbianas, bisexuales, transexuales, etnias «minorizadas», nacionalismos «periféricos»…), adquirió una suculenta ventaja, pero también enterró una bomba de relojería bajo sus pies».
La ventaja residía en que, una vez que la clase obrera había ido prosperando durante el capitalismo de posguerra y, por tanto, había ido perdiendo deseos de abolirlo o transformarlo de raíz, la izquierda obtenía nuevas bolsas de voto. Así la izquierda se esforzó por demostrar que ella sí podía representar a todos los que padecieran cualquier otro tipo de «opresión», aunque anduviera lejos de ser económica.
No es posible aunar todos los grupos «identitarios» bajo un mismo paraguas, por el sencillo motivo de que cada una de esas identidades a menudo posee ideas un tanto hostiles hacia sus compañeros de refugio pluvial. Y, así, defendería a Mohamed, el inmigrante marroquí del quinto, por lo mal que lo pasa cuando sus vecinos no entienden del todo sus ideas islámicas sobre, precisamente, las mujeres y los gais.
El pack de ideas (un tanto contradictorias) que hoy llamamos «izquierda» suele incluir premisas razonables («las mujeres no deben ser discriminadas», «un homosexual merece el mismo respeto que cualquier otra persona», «alguien proveniente de una cultura diferente a la nuestra no es por ello menos digno que tú o que yo»…) de las cuales, empero, el «progre» acostumbra a extraer conclusiones equivocadas.
Las posibilidades de conflicto es abundante: escojamos, verbigracia, dos de los dogmas de la izquierda al azar. Por ejemplo:
- 1. El derecho de una mujer al aborto no debe restringirse nunca ni por ningún motivo, pues lo contrario sería patriarcal
- 2. No debe hacerse nada que dañe a un gay nunca ni por ningún motivo, pues lo contrario sería heteropatriarcal
Y planteemos un simple dilema que coloque, a los defensores a ultranza de esos dos principios, en la tesitura de no saber por dónde tirar. Por ejemplo:
- 3. Pongámonos en que existiera un método para detectar que la orientación sexual de un feto. En ese caso, si numerosas embarazadas, al conocer que sus hijos son homosexuales, decidieran por ese solo motivo abortarlos, ¿sería correcto permitírselo?
Los ejemplos son numerosos. No hay vínculo lógico entre valorar igual a una mujer y un hombre y, de ahí, deducir que, durante un juicio penal, todo lo que denuncie alguien de sexo femenino contra un varón debe considerarse, ya solo por decirlo ella, verdadero. De hecho, esta conclusión es contradictoria con la premisa: que hombres y mujeres tenemos la misma dignidad y, por tanto, no debe minusvalorarse a priori lo que declare alguien por tener genes XY. Tampoco hay vínculo lógico entre creer que un gay merece idénticos derechos que alguien que no lo sea y, de ahí, deducir que siempre y en cualquier lugar donde alguien blasone de su orientación homosexual ello resulta loable, útil u oportuno.
Durante los últimos años se ha multiplicado en los medios la aparición de palabras que denotan prejuicios (racismo, misoginia, homofobia, transfobia, islamofobia…). Y así se ha incrementado, de modo paralelo, la impresión de que todos esos prejuicios han aumentado descomunalmente a nuestro alrededor. Los medios, lejos de reflejar la realidad, nos hacen creer cosas (sin sustento matemático) sobre ella.
La actual estrategia de apoyo a «las identidades» conduce a nuestros izquierdistas a manejarse con los números de forma poco ortodoxa.
Por ejemplo, cuando se desliza una y otra vez la especie de que la violencia machista constituya un problema más agudo en España que en la «civilizada» Europa, cuando los números muestran una y otra vez justo lo contrario. O también cuando tal violencia supera en varios órdenes de magnitud la atención mediática prestada frente a, por ejemplo, el suicidio; tragedia relegada pese a que, numéricamente, ofrezca cifras de fallecidos casi cien veces superiores y sea ya la principal causa de muerte entre nuestros jóvenes.