UGT y CCOO no son asociaciones para velar por las condiciones laborales de los ciudadanos, sino instrumentos del poder para presionar a la oposición
Hay que preguntarse si tiene sentido dedicar tantos millones del contribuyente a organizaciones sectarias al servicio del Gobierno
Los dos sindicatos más relevantes, UGT y CC. OO., han dado sobradas muestras en los últimos años de una lamentable sumisión al presente Gobierno, paralela a un sospechoso incremento de las subvenciones públicas concedidas de manera discrecional.
El último episodio, convocar una manifestación contra la oposición para respaldar un bulo del Gobierno, el inexistente rechazo del PP a la revalorización de las pensiones, es una tétrica prueba de ese fenómeno, que ya no engaña a nadie. La protesta apenas contó con la presencia de medio millar de personas, una cifra muy inferior a la de los miles de liberados sindicales que no prestan los servicios para los que fueron contratados para atender tareas de la organización y representar, teóricamente, los intereses de los trabajadores.
Si ni ellos se sintieron concernidos por la llamada de Unai Sordo y Pepe Álvarez, qué decir de la ciudadanía en su conjunto, indiferente ante dos centrales que dedican sus energías a proteger al Gobierno y acompañarle en su juego sucio contra sus rivales.
El papel de los sindicatos fue clave en los comienzos de la democracia y, sin duda, ayudó a conformar un espacio de derechos y obligaciones sociales, empresariales y laborales decente. Pero ese tiempo pasó hace mucho y hoy CC. OO. y UGT son burdos amplificadores de la política de vendettas, trampas y falacias de un presidente sin líneas rojas.
A la labor de asistentes de Sánchez en sus campañas orquestadas le añaden, además, un pernicioso protagonismo en las políticas económicas, caracterizadas por un atroz intervencionismo en el mundo empresarial, bien para inmiscuirse en su organización sin calibrar las consecuencias, bien para entrar directamente en sus consejos de administración. Si a todo ello se le añaden los múltiples casos de corrupción, con los ERE andaluces en primer lugar, el cuadro final de servilismo interesado no puede ser más evidente.
CCOO. y UGT no son ya mucho más que ministerios oficiosos, bien financiados. Que buena parte de su sectarismo esté financiado con dinero público obliga a reflexionar sobre cuál debe ser el papel del Estado en su funcionamiento. No parece que gastar decenas de millones en quienes centran su activismo en respaldar a un partido pueda durar eternamente.
Nuevo sindicalismo vertical
¿Para qué sirve un sindicato de clase? UGT y CCOO lo han demostrado este domingo. No son asociaciones para velar por las condiciones laborales de los ciudadanos, sino instrumentos del poder para presionar a la oposición y montar supuestas manifestaciones de apoyo popular que respalden las políticas del Ejecutivo afín.
De hecho, cuando el jefe de UGT ha explicado el fracaso de su manifestación del pasado 2 de febrero ha tenido el desparpajo de decir que sabía que iba a ocurrir porque no la prepararon bien. Vamos, que no trabajaron para organizar manifestaciones en toda España a pesar de que tuvieron 15 días para hacerlo y que los temas de la convocatoria, según dijo el ugetista, eran importantísimos. Dos semanas son tiempo más que suficiente para orquestar la salida de unos miles de sindicalistas un domingo por la mañana, máxime si son cuestiones tan graves, como dijeron, y contando que solo UGT paga nueve millones de euros al año a sus dirigentes.
Quizá sea hora de actualizar el artículo 7 de la Constitución, y dejar que los sindicatos se autofinancien. La única manera de que respondan de verdad ante los trabajadores es que se mantengan con las cuotas de esos obreros afiliados. Si su fuente de financiación es el Gobierno, no serán más que lo que son: ejemplos posmodernos del sindicalismo vertical, al servicio del poder “progresista”. Lo que está ocurriendo es que el Gobierno compra a los sindicatos de clase con financiación arbitraria para que estén a su servicio. De hecho, antes de la manifestación del 2 de febrero, Sánchez ordenó otorgar 32 millones de euros a los sindicatos, duplicando el presupuesto del año anterior.
Es la nueva verticalidad sindical. El Gobierno paga y dicta, y el sindicato obrero, obedece. No en vano UGT y CCOO no han criticado ni una sola vez al Gobierno sanchista en estos siete años, mientras que han dedicado infinitos insultos a PP y a algunos líderes territoriales de la derecha, como Ayuso.
El cliente manda. Rajoy congeló la financiación sindical en 2013, y la mantuvo en 8,8 millones de euros, rebajando a la mitad la que regalaba Zapatero. El resultado fue una feria de manifestaciones sindicales contra el PP. El jefe de la UGT entonces, Pepe Álvarez, el mismo que ahora, dijo que protestaban porque había muchos «trabajadores pobres». ¿Ahora no? El índice de pobreza en 2016 era del 22%. Hoy está en el 26%. Cuatro puntos más. En los días del Gobierno del PP decían que el PIB crecía pero la precariedad laboral aumentaba. ¿Y ahora con el PSOE? Pues ha aumentado. En 2016, según cifras de UGT, era del 54,6% entre los menores de 30 años. Hoy el 61,7% de los jóvenes en España tiene un contrato temporal.
Es preciso recordar a estas alturas que si los sindicatos están pagados por el Estado es para que sirvan a toda la sociedad, no a un Gobierno o a un partido. En caso contrario, que sería muy legítimo, que se lo paguen ellos, no a través de impuestos cautivos extraídos de bolsillos a los que luego insultan.
Nuestros sindicatos de clase, convertidos en el apéndice vertical del Gobierno de izquierdas, son una antigualla respecto al resto de Europa. No hay una correspondencia entre el dinero que reciben del Estado, su servicio a toda la sociedad -no solo a sus conmilitones-, y la afiliación. En Dinamarca, Suecia o Finlandia la afiliación ronda el 80% con sindicatos autofinanciados porque ofrecen muchos servicios. En Alemania, Bélgica, Italia y el Reino Unido la sindicación es menor pero se pagan sus propias actividades. En el área mediterránea, como España, la afiliación es ridícula, incluso con cifras más bajas que en los países que pertenecían antes al mundo comunista.
La autofinanciación tiene otra ventaja: se acaba la corrupción. Si el dinero público empieza a correr por las sedes de organizaciones es cuando aparecen los casos de cursos «fantasma», las comidas en restaurantes de lujo y las fiestas privadas con pasta de todos. Cuando paga el Estado, además, es cuando aparecen grandes sueldos de los representantes sindicales. UGT emplea al año nueve millones de euros para pagar a sus dirigentes. Si la financiación, sin embargo, sale de las cuotas de los afiliados no se mueve un euro sin que sepa para qué y a dónde va, y los sueldos no son de escándalo.
El articulado constitucional de los sindicatos y de la patronal se hizo cuando en la Europa democrática las asociaciones de obreros y patronal eran clave para la «paz social» por las crisis del petróleo de 1973 y 1979. Hoy estamos en otro tiempo económico, y la sociedad no se ve desde los ojos marxistas de la lucha de clases. Es cierto que forman parte de los comités de empresa que firman convenios colectivos para 8,5 millones de trabajadores, pero también lo hacen los sindicatos que se autofinancian en el resto de Europa. Habría que dar una pensada a esta visión antigua y subvencionada, o al menos impedir que actúen como un nuevo sindicalismo vertical.