ESTADO DE MALESTAR: EL LENTO DESMORONAMIENTO DE NUESTRO ESTADO DE BIENESTAR ES NUESTRO PRINCIPAL DESAFÍO

En España nos minusvaloramos en muchos aspectos en los que, de hecho, somos potencia mundial, como por ejemplo, la calidez de nuestras relaciones. Pero por desgracia hay otras cosas que hemos dado por normales, pero que no deberían serlo. Una de ellas es la ineficiencia de nuestra burocracia. Es claro que este es el mayor desafío al que se enfrenta nuestro país, las listas de espera infinitas de la sanidad pública, el atasco monumental de los juzgados o, en pocas palabras, el lento desmoronamiento de nuestro estado de bienestar.

Más de la mitad de las familias que tienen derecho a ayudas sociales como el Ingreso Mínimo Vital o el bono térmico, no las han recibido, unas 516.000 familias en el caso del IMV. La culpa de que el estado de bienestar no ayude a estas familias es la complejidad de las gestiones en la administración que hacen que la mayoría de las familias ni se atrevan a pedirlas, y que al 68% de los que las pidan les sean denegadas, en el 42% de los casos por error.

Lo primero que deberíamos aprender es que necesitamos más funcionarios, no menos. En concreto, por ejemplo para llegar al 30% de trabajadores públicos que tienen en Dinamarca, tendríamos que contratar a 3.5 millones más, además de los que tenemos. Puede sonar contradictorio, pero es precisamente la falta de manos lo que está llevando al colapso de nuestro estado de bienestar.

Hay que tener en cuenta que en España el empleo incluye a los funcionarios públicos y otros empleados a nivel nacional, regional y local, así como a las fuerzas armadas. Los límites del sector gubernamental varían de un país a otro, ya que, por ejemplo, los trabajos en la educación o la salud forman parte del empleo público en algunos países, mientras que en otros no.

El segundo cambio clave es el esquema de incentivos de los trabajadores públicos. Todos conocemos a ese funcionario que acaba cargándose con el doble de trabajo por ser eficiente, y a ese otro que no da palo al agua porque nadie puede echarlo. No podemos seguir premiando así a quien se esfuerza. Si queremos empezar a invertir holgadamente en nuestro estado de bienestar, sin miedo a que el dinero caiga en saco roto, este sistema de incentivos debe cambiar. En otros países despedir a un funcionario es bastante sencillo y habitual, algo que no se ve como un castigo sino como una forma de valorar al que se esfuerza y de dar una nueva oportunidad al que no ha sabido encajar en su puesto. No todo el mundo encuentra su sitio a la primera y no pasa nada porque así sea.

Por último, y probablemente más importante, si queremos salvar nuestro estado de bienestar, es fundamental que los altos cargos de nuestras instituciones dejen de ser elegidos a dedo de una vez por todas. Si no rompemos con esta práctica, nunca podremos estar seguros de que los criterios para despedir a un funcionario ineficiente sean realmente meritocráticos, y no partidistas. Sin este punto, los dos anteriores no servirán de mucho. España es, con Turquía y Chile, el país donde un nuevo Gobierno hace más cambios. La OCDE avisa: esto favorece el ascenso de personas no cualificadas y daña la imagen de las instituciones.

El «cambio de época» anunciado por Pedro Sánchez no parece haber llegado a los hábitos de los partidos cuando llegan al poder. Su Gobierno cambió casi al completo a los altos cargos de la Administración y las principales empresas públicas, donde más de 1.000 responsables designados por el PP tuvieron que «dejar paso» a los del PSOE.

Esta práctica lleva siendo habitual en la vida política española desde el siglo XIX, como ya denunciaban las novelas de Benito Pérez Galdós. Su continuidad durante tanto tiempo ha provocado que hoy sea vista como «normal» por parte de muchos sectores de la sociedad, especialmente la propia clase política.

 

Aunque se trata de una práctica fundamentalmente cultural, consolidada a través del hábito, está amparada también por la legislación. Así, tanto el presidente como los ministros disponen de un amplio margen para nombrar altos cargos de libre designación, que pierden automáticamente el puesto cuando cesa el responsable que les ha designado. Asimismo, los nombramientos en las sociedades estatales ni siquiera deben ceñirse a los requisitos de idoneidad que sí se establecen para otros altos cargos. Lo ciudadanos deberían «llevar a la conciencia de los políticos» los efectos negativos de esta politización del sector público pues se debe «promover una cultura de la Administración autónoma a los partidos»: los Gobiernos deben marcar una «dirección política», pero son los profesionales del sector público quienes deben «hacerla viable».

Nuestro estado necesita ser rescatado, y para ello necesitamos invertir en él más recursos, no menos, pero hasta que no modernicemos nuestras instituciones no podremos defender lo público con el necesario consenso de la mayoría. El reto al que nos enfrentamos es enorme, pero debemos pensar que, en un futuro, si nos decidimos a cambiar lo que está mal, nuestro sistema público podría ser por fin sinónimo de justicia y equidad, en lugar del continuo dolor de cabeza en el que se ha convertido ahora.

 

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