ESPAÑA: LOS CIUDADANOS EN MANOS DE PARTIDOS POLÍTICOS “DEGRADADOS”

No quiero ser ciudadano de un país donde la complicidad o la secta cuentan más que la ley

 

Degradación institucional y papel de los partidos

El deterioro institucional de las instituciones en España viene de lejos, aunque se haya agudizado recientemente por la confluencia de dos elementos: la polarización política extrema que ha roto los escasos puentes existentes y ha conducido a insensatas políticas de bloqueo (“No es no”), pero también a una concepción de que las instituciones son “un cortijo” propiedad del Gobierno de turno. Ello, sumado al cada vez más bajo sentido institucional de representantes, gobernantes y cargos institucionales (extraídos de menguantes nóminas de militantes), ha contribuido a que esas instituciones se desangren y pierdan la credibilidad ciudadana.

Los actuales partidos políticos están alejados cada vez más de la sociedad pero su continuidad existencial depende de seguir viviendo enchufados a los presupuestos públicos y de disponer de un abanico de poltronas para repartir presupuesto entre los suyos y sus allegados. Ese parece ser el pegamento ideológico que da cohesión hoy en día a unos partidos que viven adosados al Estado, y hacen del populismo y la demagogia sus señas de identidad. Que nadie se sorprenda, por tanto, si la ciudadanía les vuelve la espalda y la antipolítica crece.

 

El principio de separación de poderes

La arquitectura institucional de pesos y contrapesos nació antes de que el Estado democrático se constituyera como un diseño encaminado a limitar el poder despótico. El fundamento exclusivo en la legitimidad democrática de los nombramientos de cargos conduce inevitablemente a la politización de las instituciones y traspasa el campo de batalla de la lucha política. Todo se resume en el nocivo dilema de “si es uno de los nuestros”. Se ha reducido la vida institucional a una prolongación de la dicotomía entre “amigo/enemigo” político. O dicho de otro modo, quien gana las elecciones se lleva todo. Así, sin contrapesos efectivos, el poder se transforma fácilmente en abuso flagrante, despotismo o, inclusive, en pura tiranía. Donde no hay frenos institucionales, el poder tiende al abuso. Está en la naturaleza de las cosas.

 

España como paradigma de un Estado clientelar de partidos

Sin instituciones de control independientes e imparciales, pero sobre todo sin personas que las compongan que actúen bajo las premisas de la profesionalidad, imparcialidad, reflexividad e integridad, el sistema constitucional se aproximará cada vez más a una oligarquía constitucional; un régimen que echó raíces profundas en España y que denunció Joaquín Costa hace más de 120 años. España no tiene ni ha tenido tradición democrática liberal en la aplicación efectiva del principio de separación de poderes. Incumplir procedimientos daña seria y profundamente la credibilidad de las instituciones y ofrece un constante espectáculo de “reparto de cromos” entre el cártel de los partidos  pero también afecta  gravemente a la confianza ciudadana y erosiona la democracia.

 

El hecho evidente es que España, con las profundas raíces de un histórico caciquismo hoy día mutado en clientelismo voraz, representa en estos momentos el vivo paradigma de lo que se puede calificar sin ambages como un Estado clientelar de partidos. El manoseo institucional ha formado parte de la política española desde los primeros pasos del Estado Liberal y se ha practicado con empeño creciente desde 1978 a nuestros días, momento en el que el deterioro institucional amenaza ruina. Pero antes, por lo común, los nombramientos recaían sobre personas de cierto prestigio académico o profesional, mientras que en los últimos tiempos se buscan perfiles fieles y férreos guardianes de la política del partido que se traslada sin rubor a esos espacios institucionales como prolongación de la política partidista. Hablar en este contexto de separación de poderes y de confianza ciudadana en sus instituciones, es una mera ficción de burdos ilusionistas políticos, en los que ya pocos creen. Y no es buena noticia, precisamente. Tampoco para ellos.

 

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