EL POPULISMO ACTUAL DE TODOS LOS PARTIDOS POLÍTICOS

ANTECEDENTES RECIENTES A LA SITUACIÓN ACTUAL

La parálisis del gobierno durante la primera mitad de 2012 casi condujo a España a un colapso completo, pero la realidad acabó por imponer su lógica y España fue rescatada por nuestros socios europeos. Europa estabilizó nuestra economía y resolvió la crisis financiera. Tras un programa de reformas mínimo, cumplido con desidia, el triste Gobierno de Rajoy deambuló hasta su ignominioso final en 2018. El escaño vacío de Rajoy en la moción de censura fue el resumen perfecto de 7 años perdidos.

 

Más grave aún fue que el Partido Popular malgastara el enorme capital político de la mayoría absoluta que los españoles le otorgaron el 20 de noviembre de 2011 para atacar los problemas, cíclicos y estructurales, que asolan a nuestra economía desde hace medio siglo. Una oportunidad única que quizás no se repita en una generación. El gobierno surgido de la moción de censura, tan distinto a primera vista del de Rajoy, ha mantenido de manera milimétrica la reticencia a acometer reformas económicas de calado. Tanto monta, monta tanto, Rajoy como Sánchez, las dos caras del mismo inmovilismo.

España sigue anclada en la mediocridad de su rendimiento económico, ensimismada en su aislamiento: no hay casi crecimiento sostenido, la productividad está estancada y la deuda pública continúa acumulándose sin perspectiva de mejora clara. Nuestra economía no ofrece muchas posibilidades a los jóvenes, que siguen en su mayoría muy dependientes de las salidas profesionales vinculadas directa o indirectamente al sector público (salud, educación, infraestructuras…). Y, a pesar de tener un puñado de compañías de gran tamaño y de puntera competitividad a nivel internacional, no contamos con un flujo suficiente de nuevas empresas de tamaño medio que aseguren una estructura productiva sana para el futuro.

 

Sin embargo España es una nación que tiene muchas posibilidades para ir mejor de lo que va. Precisamente, esa es la frustración: observar que estamos peor de lo que deberíamos. En finanzas, seríamos lo que se llama un activo infravalorado. ¿Por qué no quiere España ser más de lo que es? ¿Por qué esa resistencia a acometer esas reformas que permitan un crecimiento más estable, eliminar el desempleo y ofrecer a nuestros jóvenes un futuro más digno?

 

Políticos con mucha experiencia dicen en privado que en España no hay apoyo suficiente para acometer las reformas necesarias; pero eso no es cierto. Los españoles han mostrado en numerosas ocasiones en los últimos cincuenta años su voluntad de cambio, desde el periodo constituyente y las mayorías absolutas del PSOE en los años 80, hasta la mayoría absoluta de Rajoy de 2011, e incluso en aquellas elecciones en las que Ciudadanos pudo gobernar junto al PSOE y llevar a cabo ese programa de reformas que claramente contaba con el consenso de muchísimos españoles. El apoyo para una visión de España más dinámica, competitiva y estable está ahí, pero requiere de un liderazgo político que lo articule. Un liderazgo que, por desgracia, no se atisba en el horizonte.

 

Una primera razón de la resistencia a las reformas la compartimos con muchos otros países europeos. Las reformas profundas (en mercados laborales, de bienes y servicios…) se proyectan para el largo plazo, mientras que los costes políticos son inmediatos. Si algo define a la política populista es precisamente lo contrario: adoptar medidas donde los beneficios sean inmediatos y los costes, dilatados en el tiempo. Tendemos a identificar el populismo con partidos como Podemos, pero el primer líder populista en el periodo reciente de nuestra política ha sido Rajoy: tanto en lo crucial, con aquellas amenazas de abandono del euro, como en lo más accesorio, con aquel irresponsable retraso en la presentación de los Presupuestos en el invierno de 2012 para evitar los efectos que pudiese tener sobre las elecciones andaluzas de aquel año.

 

Una segunda razón es que el nivel de capital humano en nuestros políticos ha ido descendiendo de forma progresiva, con el consiguiente deterioro del debate público y las decisiones colectivas. Comparar la estatura intelectual de Miguel Boyer, el primer ministro de Economía y Hacienda con Felipe González, con María Jesús Montero, nuestra actual ministra de Hacienda, es un ejercicio doloroso pero esclarecedor. Basta con comparar entrevistas con uno y otro para darse cuenta de la diferencia abismal entre ambos.

 

Hay tres motivos para esta “pérdida de valor” de nuestros gobernantes:

  1. porque por primera vez en siglos los españoles más capaces tienen salidas que van más allá del sector público. En tiempos pretéritos, el servicio público era el camino obvio de promoción social. Hoy, muchos de los mejores españoles prefieren trabajar en alguna de nuestras poderosas multinacionales o, sencillamente, mudarse a Londres, Nueva York o Singapur, donde el talento se aprecia y remunera.

 

  1. por el endémico desprestigio al que se ha sometido a la política y al funcionariado en nuestra nación, en muchas ocasiones, provocado por los propios servidores públicos. Todo lo relacionado con la política levanta sospechas y suspicacias, cuando debería ser todo lo contrario. Conceptualmente, la política es una profesión admirable y noble, motivada por la vocación de servicio, ya que entraña un sacrificio personal denodado, además de tener que lidiar con el difícil equilibro entre las ideas y lo factible. ¿Quién va a meterse en política cuando hay tantos riesgos y genera tanto rechazo entre la ciudadanía?

 

  1. porque nuestros partidos políticos han creado unas estructuras institucionales donde se premia más la lealtad al jefe y el saber «navegar el sistema» que la capacidad.

 

La buena política requiere dotes de comunicación, inspiración, liderazgo y sobre todo estar dispuesto, una y otra vez, a sacrificar ideales por el pragmatismo sin perder nunca esa visión ambiciosa de dónde se quiere llegar. Una vez más, la verdadera política es sacrificio.

 

Pero el nivel de capital humano no es solo un problema de selección de elites, es también un reflejo del bajo capital humano de España en general. En todos los índices de educación e innovación, España sigue a la cola de la gran mayoría de nuestros socios europeos: Polonia, Alemania, Bélgica, Suecia, Irlanda, Chequia, Dinamarca, Francia, Portugal, Austria, Noruega y Letonia. Lo fundamental es que nuestros jóvenes tengan las habilidades y conocimientos para aplicar nuevas tecnologías de forma productiva y permitir a nuestras compañías competir. Todo eso se traduciría en una economía más sana, sin esa ciclicidad enorme que sufrimos una y otra vez, y un empleo más estable.

 

Frente a este panorama político, nos encontramos con una sociedad cada vez más fraccionada en dos partes. Un área metropolitana de Madrid (y en menor medida, la costa mediterránea, el País Vasco y Navarra) dinámica, con empresas que han demostrado una capacidad exportadora inusitada, con profesionales del máximo nivel. Y frente a esta España dinámica, una España que se queda atrás, vaciada dicen algunos, confundiendo el síntoma con la enfermedad, en decadencia económica y colapso demográfico, desconectada de la economía mundial, engarzada en localismos cada vez más absurdos  Caminar por el centro de muchas ciudades del interior y descubrir un local vacío detrás de otro es desolador.

 

LOS PARTIDOS POLÍTICOS (NI EL PAÍS) ES AHORA LO QUE ERAN

La transición a la democracia generó un bipartidismo imperfecto en España, con un partido mayoritario en la izquierda, el PSOE, y un partido mayoritario en la derecha, que en este caso fluctuó entre la UCD, AP y finalmente el PP. El bipartidismo era incompleto tanto por la importante presencia de fuerzas nacionalistas (en particular en Cataluña y el País Vasco) como por el papel del PCE, más tarde integrado como fuerza principal en IU. Pero en una ocasión tan reciente como las elecciones de 20 de noviembre de 2011, el PP y el PSOE aglutinaron 296 de los 350 diputados, es decir, un 85% de la cámara baja.

 

Este bipartidismo es responsable de la gran transformación económica, social y política de España, de su integración en la OTAN y, sobre todo, en las instituciones europeas. Tanto el PSOE como el PP, el primero con la entrada en la (entonces) Comunidad Económica Europea, y el segundo con la entrada en el Euro, son responsables del giro liberalizador de nuestra economía, que es la consecuencia directa del proceso que se inició con el Acta Única Europea, continuó con Maastricht, para culminar con la unión monetaria. Mención especial merece el PSOE, y el carisma de Felipe González, que es el arquitecto fundamental de esta transformación, porque arrastra a este proyecto liberalizador a una izquierda española de muy distinta tradición ideológica. Pocos momentos hay tan claves en nuestra historia reciente como la decisión de González de convocar un referéndum para quedarnos en la OTAN, no para salirnos.

 

Este «arrastre» en la izquierda se produce también en otros países vecinos desde la Francia de Mitterrand a la Alemania de Schröder pasando por la Italia de Bettino Craxi. Este movimiento de la izquierda moderada europea hacia el liberalismo económico se produce por la confluencia de dos factores. Primero, el fracaso de las políticas keynesianas durante la crisis de los años 70, incapaces de solventar la estanflación que atenaza a las economías occidentales. Segundo, de la necesidad de flexibilizar mercados laborales y de productos para facilitar el trasvase de trabajadores y capital del sector industrial y minero, herido de muerte por la globalización y automatización, al sector de los servicios. Este consenso entre conservadores y socialdemócratas en la aceptación de las limitaciones de la política económica —pero también en el convencimiento de la inevitabilidad de la globalización y revolución tecnológica— preside las tres décadas comprendidas entre 1979 y 2008. El resultado de este cambio de la política económica es una diferencia menguante entre las sensibilidades socialdemócratas y conservadoras, que se limitan al lenguaje y quizás a la reivindicación de derechos sociales de minorías hasta entonces sin representación.

 

La crisis financiera global, y la bancaria de la Eurozona, que va de 2008 a 2012, cierra este periodo. Esta profunda crisis se presenta como un fracaso del consenso imperante y abre la puerta a nuevos grupos políticos: en Francia Mélenchon con el Parti de Gauche (el embrión de La France Insoumise), en Alemania con Die Linke y después con Alternativa para Alemania, y en Italia con Cinco Estrellas, el crecimiento de La Liga o ahora Los Hermanos de Italia de Giorgia Meloni. Y nosotros no somos una excepción, aunque con la peculiaridad de nuestros nacionalismos periféricos, que siempre hacen de nuestra situación política algo distinto. La gravedad de nuestra crisis económica y bancaria hace ya más de una década, y las cicatrices profundas que esta deja en la sociedad, es la responsable directa del dinamismo en nuestro mercado político.

 

Por un lado, encontramos los cambios estructurales, de naturaleza demográfica, económica y social. Por otro, el inmenso catalizador que fue la crisis financiera de 2008 y que aceleró los efectos de los factores estructurales. La crisis financiera dinamita la estructura de partidos existente hasta entonces, rompe el consenso entre conservadores y socialdemócratas e induce la entrada de nuevos partidos políticos en España (como sucedió en muchos otros países).

 

Dos son los efectos fundamentales de este dinamismo en el «mercado» político español (el término «dinamismo» es meramente descriptivo de la rapidez de los cambios, no implica juicio de valor alguno). Primero, acorta la carrera política esperada, tanto de líderes como de los propios partidos. Este efecto de incertidumbre fomenta la adopción de políticas populistas, ya que, generalmente, las alternativas ofrecen sus frutos en el más largo plazo. Por otro lado, obliga a los partidos políticos a cambiar, a adoptar nuevas plataformas e ideas, a buscar votos en grupos hasta entonces ignorados, lo que provoca el abandono de sus votantes tradicionales, afectos a una plataforma electoral ahora matizada, cuando no desacreditada. Así, se produce una crisis de representación en los partidos tradicionales que retroalimenta el dinamismo político. En un intento de satisfacer tanto al nuevo como al antiguo votante, los partidos reaccionan adoptando un discurso vago, difuso y populista para hacer la carpa lo más amplia posible. El populismo se convierte en el nuevo lenguaje político imperante, aunque a veces lo haga detrás del disfraz de la «moderación». Se trata de no hacer nada costoso en el corto plazo, dejarlo todo como está y no enfadar a nadie; en definitiva, nada más profundo que cambios cosméticos.

 

La fulgurante aparición de Podemos y Ciudadanos, primero, y de Vox, posteriormente, destruyó el bipartidismo incompleto (UPyD, en comparación, tuvo un impacto muy menor, excepto demostrar que nuevos partidos eran posibles). En las elecciones del 28 de abril de 2019, el PP y el PSOE solo sumaron 189 diputados, un 54% del hemiciclo, prácticamente los mismos que el PP había obtenido en solitario en 2011. Aunque las siguientes elecciones del 10 de noviembre de 2019, así como las últimas elecciones autonómicas y las encuestas más recientes, apuntan hacia un cierto repunte del bipartidismo, es difícil que se produzcan gobiernos monocolores en España en el corto plazo que dispongan de las mayorías parlamentarias que disfrutaron los presidentes del Gobierno desde Felipe González hasta Mariano Rajoy durante la mayor parte de sus mandatos.

 

Pero no es solo la fragmentación del arco parlamentario sino la rapidez con la que, en el nuevo sistema de partidos, las formaciones crecen y caen, en España y en muchos otros países. Ciudadanos es el ejemplo más claro: en las elecciones del 20 de diciembre de 2015, su primera aparición nacional, Ciudadanos obtuvo 40 diputados y cuatro años después llegó a un pico de 57 diputados, inmediatamente antes de hundirse en los diez escaños, solo unos pocos meses más tarde. Las últimas encuestas apuntan a la desaparición del partido. Podemos ha experimentado fluctuaciones similares, aunque menos acusadas (y con la dificultad en la comparación a lo largo del tiempo con los constantes cambios de siglas y coaliciones que tanto gusta a la izquierda del PSOE). Vox, por el momento, solo ha ido subiendo, aunque comparte la característica de la rapidez en el cambio. Incluso los dos partidos mayoritarios han visto sus porcentajes de voto fluctuar con gran varianza. En las cuatro últimas elecciones andaluzas, el PP ha pasado de un porcentaje de votos del 40,66% (2012) a un 20,75% (2018,) para volver a un nivel del 43,12% (2022).

 

Es tentador atribuir las razones de esta situación a epifenómenos como el atractivo de un candidato, el planteamiento de una estrategia de campaña determinada o el cambiante apoyo de los medios de comunicación o los poderes fácticos. Sin embargo, la observación de que similares fluctuaciones estén ocurriendo en muchos otros países siguieren que otros factores (los cambios demográficos, las nuevas tecnologías de comunicación y las redes sociales, la desaparición de viejas lealtades políticas como la identidad de clase o las denominaciones religiosas) juegan un papel más destacado.

 

Pero las razones de estas fluctuaciones importan poco. El aspecto más relevante es que esta rápida subida y caída de los partidos acorta el horizonte temporal de los políticos de manera dramática y lleva a la adopción de políticas populistas. La situación actual es muy diferente. En este mundo tan fluctuante es mucho más rentable seguir la línea populista, pues el futuro se descuenta mucho más que antes.

 

LA MUTACIÓN DE LA IDENTIDAD DE LOS PARTIDOS

Los partidos existentes se transforman con los años. Y cuando este cambio es acelerado, como está ocurriendo ahora, los lideres de estos se enfrentan a un horizonte más corto. El motivo detrás de estos cambios es que los partidos están sujetos a la competencia política. Por tanto, reaccionan a la entrada de nuevos partidos, a las oportunidades (por el motivo que fuera) de expandir el voto a grupos que hasta entonces no eran su caladero natural, a los cambios demográficos (por ejemplo, de edad y educación mediana), económicos (por ejemplo, qué sectores generan empleo) y de localización geográfica de los votantes, e incluso a cambios ideológicos en la población (los menos).

Un cambio de posicionamiento en el espectro ideológico y de políticas gana votantes a costa de otros que se pierden por sentirse afectados por dichas decisiones. A finales de la década pasada, el votante de Vox no se sentía representado por el PP y migró a una nueva opción política como lo habían hecho, unos años antes, muchos votantes del PSOE cuando dieron su voto a Podemos. Estos movimientos son el reflejo electoral del grito fundamental del 15-M en España durante la crisis: «No nos representan«. Las crisis de las democracias occidentales, cada una con su idiosincrasia, son una crisis de representación de la cual el populismo es solo su manifestación más llamativa.

 

El primer cambio para anotar es el del género de los votantes. Hasta los años 60 del siglo XX, las mujeres votaban más a las derechas que los hombres. Luego, los porcentajes de votos se igualaron. En el caso de España, no hubo diferencias significativas entre el voto de los hombres y las mujeres hasta 2004. Un segundo cambio importante es el de perfil de educación de los votantes de cada partido. Los partidos de izquierda reciben cada vez más votos de personas de alto nivel educativo y los partidos de derecha de personas de la clase trabajadora. Hemos pasado del PCE de Gerardo Iglesias, minero de La Cerezal, un pueblo cerca de Mieres, al Más Madrid de Mónica García, médica crecida en el distrito de Retiro, porque ya no quedan mineros en las Cuencas, pero sí 77.359 empleados del Servicio Madrileño de Salud. De hombre, rural, obrero y de bajo nivel educativo, a mujer, urbana, profesional y de alto nivel educativo.

 

En definitiva: los partidos están cambiando en sus composiciones de votantes y, mientras los cambios no terminen, la mejor estrategia de sus dirigentes es no empujar en exceso en una dirección u otra, en especial cuando te puede surgir un rival a la derecha o la izquierda. El sistema de partidos en España lleva cambiando desde 2008 y en el medio de este cambio, la ambigüedad y la ausencia de políticas de largo plazo son la mejor respuesta para los políticos que quieren ganar elecciones. Como esto no lo entendieron ni Rivera ni Casado ni Iglesias, no están ya en la política. Sánchez y Feijóo sí parecen entenderlo, y por eso puede que su carrera política sea más dilatada.

 

Fuente: Jesús Fernández Villaverde, y Tano Santos en varios artículos en El Confidencial

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