Como escribió Karl Marx la ‘historia ocurre primero como tragedia y luego se repite como farsa’. Y eso es lo que está ocurriendo con el regreso de Carles Puigdemont, que huyó de la Justicia española en la madrugada del día 28 de octubre de 2017 tras declarar el día anterior, apenas por unos segundos, la ‘república catalana’. De no haberse inaplicado la ley de amnistía por el juez instructor Pablo Llarena y por la Sala Segunda del Supremo en la instrucción que contra él se sigue por la comisión de un delito agravado de malversación, Puigdemont habría vuelto a Barcelona como Companys en 1936.
En las elecciones de febrero de 1936 ganó el Frente Popular y de inmediato la Diputación Permanente del Congreso de los Diputados dictó un decreto-ley de amnistía por los hechos de octubre del 34, con el voto favorable de los representantes de la derecha (la CEDA) y ante la enorme presión de la izquierda catalana y de ERC en particular, partido al que pertenecía tanto Companys como su predecesor Francesc Macià que en 1931 también protagonizó otra intentona secesionista que se resolvió en una negociación entre tres ministros del Gobierno de la República y el propio Macià por el que se retiró el pronunciamiento y el Ejecutivo se comprometió a restablecer la Generalitat en plenitud e iniciar los trámites para dotar a Cataluña de un Estatuto que se aprobó en 1932.
El 1 de marzo de 1936 más de medio millón de personas recibieron en Barcelona a Lluís Companys. Dos días antes había salido amnistiado de la cárcel del Puerto de Santa María en donde cumplía condena de 30 años de prisión por la comisión de un delito de rebelión perpetrado cuando, con otras autoridades de la Generalitat de Cataluña, proclamó el 6 de octubre de 1934 “el Estado catalán de la República Federal Española”, asumiendo el poder, detenido fue recluido en el buque Uruguay fondeado en el puerto de Barcelona. El Tribunal de Garantías Constitucionales de la República le condenó por esos hechos el 6 de junio de 1935 . La salida de la cárcel de Companys en 1936 fue un elemento más que propició una tragedia en forma de levantamiento militar y guerra civil. Companys fue fusilado en 1940, tras un nuevo juicio sin garantía alguna, por las autoridades franquistas, entregado por los nazis que le localizaron en el París ocupado por las tropas de Hitler.
Pero el retorno de Puigdemont, tras varias promesas incumplidas de hacerlo, bajo orden detención y para intentar frustrar la investidura del primer secretario del PSC, Salvador Illa, apoyado por los imprescindibles veinte escaños de Esquerra Republicana de Catalunya, el partido de Macià y de Companys, es todo un circo lejano a cualquier épica merecedora de registrarse con dignidad en los libros de historia. La aversión entre ERC y el partido de Puigdemont, evocación lejana del pujolismo y de CiU pero en una versión radical y menos cínica, es incandescente y permanente, lo que permite al Estado imponerse frente a los atentados a su integridad que ha recibido de forma recurrente.
Pero aquí, alguien más que Puigdemont, hace el peor de los ridículos, que según Josep Tarradellas , era lo único en lo que no se podía incurrir en política: el Gobierno de Sánchez, porque ¿acaso no prometió Pedro Sánchez que traería al expresidente de la Generalitat para sentarlo en el banquillo y que fuera juzgado?
Todos en silencio, mientras la doble farsa se consuma. Silencio de Sánchez, el autor material de este desaguisado; silencio de Díaz, la quintaesencia de la banalidad política; silencio de Montero, sin la caja catalana de la fiscalidad, después de negar que tal cosa sucediera. Un silencio que se rompe solo por los vítores al fugado en un intento patético, pero intento, al fin y al cabo, de certificar la ‘traición’ de ERC y de ridiculizar a Sánchez. Serán los jueces los que terminen por restablecer en su momento, con el permiso de Cándido Conde Pumpido, el principio de legalidad y el de sensatez. Y el propio Puigdemont el que, con sus siete escaños en el Congreso, decida la suerte de esta XV legislatura.