Hay una frase de Bismarck sobre España: “España es el país más fuerte del mundo: los españoles llevan siglos intentado destruirlo y no lo han conseguido”. No sé si es auténtica, pero es verdad lo que dice. Cuando Bismarck dijo su supuesta frase, España había vivido uno de los siglos más violentos de su historia: guerra de independencia, guerras de sucesión, golpes de estado, intentonas, sublevaciones, asonadas, rebeliones cantonales, guerras civiles, además de caída de la monarquía y asesinato de dos presidentes de gobierno (Prim y Cánovas). Y la cosa siguió a peor: en el siglo XX se asesinaron a tres jefes de gobierno (Canalejas, Dato y Carrero) pero ahora parece ser que otro presidente del Gobierno es quien está dispuesta a asesinar a España para continuar en su trono.
Creo que es el país de Europa con más guerras civiles desde principios del siglo XIX. Una guerra civil, comparada con una guerra externa, causa una división profunda y larvada de los ciudadanos. Se transmite de generación en generación. La peor, sin duda, fue la Guerra Civil del 36/39 que todavía está presente en la memoria, y encima no hay visos de que se vayan a enterrar definitivamente los recuerdos pasados ya más de 80 años.
Ahora no hay un ambiente de guerra civil porque el país, por mal que nos parezca, cuenta con un bienestar que no quiere dinamitar. Pero sí existe un de desmoronamiento general. Hay mucha rabia. Mucho deseo de autodestrucción. La frase de Bismarck la estamos compartiendo porque coincide con esa impresión autodestructiva. No sabemos si la dijo de verdad. Pero como si la hubiera dicho. Es la cruda verdad.
Quizá dentro de 30 o 40 años, cuando esta España sea una cita en los libros de historia del bachillerato o nostalgia de viejos, un Berlanga del futuro bromee sobre España en sus películas o lo que quiera que se haga entonces. Un personaje dirá: “Disculpe, joven, pero en España…”. Del mismo modo en que Pepe Isbert se acordaba del Imperio Austrohúngaro en Bienvenido, Mr. Marshall. Porque España sonará entonces tan carpetovetónica e inverosímil como nos parece hoy la corte de los Habsburgo.
Compleja, babélica, burocrática, inoperativa, incapaz de despertar ningún fervor patriótico, pusilánime, tibia, hipócrita. Muchas izquierdas combaten una estructura que consideran tiránica y servil con los intereses financieros más turbios. Muchas derechas religiosas quieren ver caer ese monstruo laico y liberal que protege a los homosexuales y a todos los que ellos ven como desviados. En medio, un enredo de grupos e intereses que quizá no trabajen en la demolición y ni tan siquiera la aplaudan, pero tampoco la llorarán. Como sucedió en los escombros de 1919 en lo que hoy llamamos Centroeuropa y entonces era Austria-Hungría.
Sin embargo, algunos llevan tiempo insistiendo también en que las instituciones y la economía de España se estaban modernizando mucho, alcanzando poco a poco los estándares políticos y sociales más elevados de la Europa de su tiempo. En realidad, España estaba más cerca de reformarse y convertirse en un Estado moderno y democrático que de colapsarse a lo supernova, pero nadie celebraba la pluralidad de un territorio que englobaba a varias de naciones.
Salvando todas las distancias, los españole de hoy corremos el riesgo de ser los austriacos de ayer. Quizá algunos historiadores revisen dentro de 50 o 100 años aquella España y concluyan que no estaba tan mal y que, como los austrohúngaros de 1919, fuimos tan idiotas como para enrocarnos en nuestras naciones provincianas para demoler desde ellas algo que podría haber funcionado y que, indudablemente, había hecho de nuestro continente algo mejor y más vivible.
A España parece que no la quiere nadie (ni de dentro ni de afuera), pero me temo que la añorará mucha gente y sin duda habrá cajones con pasaportes caducados que los abuelos usarán para explicar a los nietos qué significa ese topónimo tan extraño: España.
Hoy los españoles somos austrohúngaros, pero aún estamos a tiempo de no serlo en el sentido más profundo del ser, el de la ausencia. Nadie echó de menos al emperador austrohúngaro en 1919, y pocos parecen dispuestos a añorar la bandera rojigualda, pero si España quiere sobrevivir, necesita algo más que el miedo conservador que la sostiene ahora. Ningún proyecto se sostiene por el terror a la incertidumbre de lo que vendrá sin él.
La deconstrucción de España y la Unión Europea
Dentro de un año tendremos una nueva Comisión Europea, tras unas elecciones al Parlamento Europeo que se presentan bastantes polarizadas en muchos estados miembros. Pero, como no puede ser de otra manera, la salud de la UE también depende de la salud de sus Estados miembros, por lo que es legítimo interrogarse, de cara al medio plazo sobre el papel y la posición de España de cara al futuro de la UE.
En este momento parece claro que la sociedad española es mayoritariamente europeísta entendido como deseosa de mantener la existencia de la UE como ente político, aunque sea consciente de su necesidad de mejora. España, en ese aspecto, no parece ser un problema a corto.
Pero España es uno de los dos grandes enfermos cuasi permanentes por sus desequilibrios macro económicos (récord sistemático de paro, por ejemplo), por sus estructuras (pérdida de unidad de mercado, ingobernabilidad…) y sus fragilidades (energía, sistemas administrativos desastrosos, sistemática baja productividad, educación y formación, economía sumergida…). España es uno de los países «grandes en volúmenes» en la UE y puede ser un quebradero de cabeza para la unión económica, pero no un elemento destructivo de la UE si España es gobernable.
Pero existe un escenario en proceso que complica mucho más el futuro. Tras las últimas elecciones deberíamos prever que se acelere el proceso de desintegración (lo llaman «plurinacionalización») con la pasividad y apoyo de la suficiente masa crítica de ciudadanos. De hecho, la situación es nueva porque la UE no ha conocido ese problema para un Estado miembro que, además, está en el euro. Hasta ahora ha enfrentado el problema desde fuera tanto la deconstrucción de Yugoslavia como la de Checoslovaquia y en ambos casos apostó por facilitar el desguace e ir incorporando los restos a la UE, mucho más estables. Incluso el Brexit fue mucho más factible porque el Reino Unido (la única pseudo-confederación de la UE de la época) no pertenecía al euro.
Pongamos que lo previsible sean unas cuantas particiones al estilo checoslovaco. No sólo de facto, situación de la que estamos bastante cerca, sino de jure. Los problemas para el futuro de la UE serían gigantescos, y una situación nueva que no sabría cómo abordar. Recordemos que hasta hace bien poco, nuestra preocupación era que ¿España? no dejara de estar en primera en una inevitable UE a varias velocidades. Eso ya pasó. Los problemas ahora para España, arrastrando a la UE, pueden ser existenciales. Existenciales.