Para evitar su suicidio, Europa necesita reinventarse. No basta con gestionar un modelo agotado
LA MUERTE DE LA SOCIALDEMOCRACIA
Nos gobernamos con un sufragio censitario invertido, en el que pesa más quien menos contribuye al común
En las últimas décadas, los europeos hemos visto cómo se hundía el modelo socialdemócrata que había regido nuestra vida política durante el último siglo. Lo presidía el acuerdo tácito definido como «economía social de mercado». Puesto que el mercado es el más eficaz mecanismo de planificación social, la redundancia de esta etiqueta sólo tiene sentido porque en ella el apellido «social» significa, de hecho, que el individuo tiene muy coartada su libertad de acción y paga impuestos altos y generalmente ocultos. Con ellos, el Estado se compromete a proporcionarle buen número de servicios de utilidad eminentemente privada, desde la educación a la sanidad o las pensiones. En términos simples, el trato incluía cadenas e impuestos a cambio de consumos forzados y una promesa de paz social.
Muchos dicen que este pacto nos evitó reincidir en los conflictos que habíamos sufrido en Europa durante la primera parte del siglo XX, pero estos contrafactuales son siempre sospechosos: imagine cuánta paz hubiéramos disfrutado esos años sin la protección de Estados Unidos. Dicen también que la socialdemocracia muere de éxito, y hay en ello una verdad objetiva: sus ideas han infectado por completo la visión occidental de la realidad. En cierto modo, se trata del éxito propio de las ideas blandas pues apela a unas buenas intenciones que esconden graves perjuicios a largo plazo. Cuando éstos empiezan a hacerse notar, nos cuesta pensar siquiera en cómo identificar las causas y dar marcha atrás.
Todo ello es discutible; pero la crisis del modelo es evidente: los impuestos no alcanzan para financiar tanto «derecho», y hasta la convivencia está en entredicho con la creciente polarización de la opinión pública. Se nota también en la inestabilidad política. Muchos partidos socialistas moderados, empezando por el SPD alemán y el PS francés, han perdido posiciones y muchos de sus antiguos partidarios han migrado a los extremos a izquierda y derecha. Se mantienen mejor los radicales que, como el PSOE, aparentan haber abandonado la socialdemocracia para ir convirtiéndose en movimientos antisistema de extrema izquierda.
Las causas también son discutibles. Para algunos, la socialdemocracia ha incumplido sus promesas. A pesar de sus políticas supuestamente redistributivas, en muchos países la brecha entre ricos y pobres ha seguido creciendo. También nos prometía que el crecimiento económico sería sostenido y que los ingresos fiscales bastarían para financiar esos servicios públicos; pero Europa apenas crece y el déficit público es crónico. Tanto que muchos servicios sociales ya no se pagan con impuestos, sino que los prestan empresas “concertadas”.
Otros creen que la causa reside en la mundialización, que ha transformado la economía, al dejar a la intemperie a muchos sectores que, incluidos sus trabajadores, habían permanecido protegidos de la competencia exterior. También hay quien señala que, al final, o incluso ya de entrada, este tipo de economía mixta sólo conduce en la práctica a que la mitad del país acabe trabajando para la otra mitad, los que cobran del Estado.
Todas estas explicaciones tienen elementos verosímiles; pero, en realidad, el fracaso de la socialdemocracia y de su «Estado de bienestar» tiene raíces más profundas, aunque más simples y elementales. Su fracaso era, como mucho, cuestión de tiempo.
En lo económico, era bien sabido desde el principio que los altos impuestos y la regulación desincentivan la innovación y la inversión. Por eso, contemplamos hoy cómo Estados Unidos, China, el Sudeste asiático e incluso África, avanzan más rápido que una Europa paralizada y en grave riesgo de quedarse atrás y convertirse en un parque de atracciones.
Es cierto que, a corto plazo, esas políticas estatistas anestesian el conflicto; pero acaban por erosionar la competitividad, comprometiendo el desarrollo y el bienestar. A John Maynard Keynes el futuro le importaba poco porque «en el largo plazo estaremos todos muertos». Como mucho, una verdad a medias y para s que ya habitamos en el largo plazo de Mr. Keynes, ¿qué hacemos? ¿Nos resignamos?
Lo más grave es que, con el paso del tiempo, las consecuencias van mucho más allá de lo económico porque el Estado de bienestar genera un bucle adictivo. Al acostumbrarnos a aplicar soluciones indoloras, fomenta una dependencia de lo público que socava el espíritu emprendedor e incluso la responsabilidad individual. Genera votantes condenados al fracaso personal, con unas demandas y una dependencia siempre crecientes. Es poco menos que inevitable porque de hecho nos gobernamos con un sufragio censitario invertido, en el que pesa más quien menos contribuye al común.
La simple renovación generacional también compromete la propia supervivencia política del modelo. Este empezó en el XIX como «estado de beneficencia»; pero más que el «Estado de bienestar» prometido ha acabado en un «estado de descontento» permanente, en el que los derechos proliferan con la misma rapidez con la que desaparecen los deberes. En su última evolución, de la mano de las redes sociales, fabrica un gran número de individuos frágiles, cuando no narcisistas, proclives a culpar a los otros y a confiar en que la coacción del Estado a los demás ciudadanos resuelva todos sus problemas, en lugar de tomar la iniciativa para atacarlos, o de asumir, al menos, su responsabilidad por no intentarlo.
Este talante se refleja hoy en las actitudes dominantes hacia la natalidad o el empleo. Los jóvenes siguen queriendo trabajar, pero muchos de ellos se creen autorizados a exigir empleos que, además de pagarles bien, les gratifiquen personalmente. El modelo socialdemócrata no fracasa sólo porque incumpla sus promesas, sino porque promete lo imposible, convenciendo al individuo de que todo lo merece sin realizar esfuerzo alguno o, mejor dicho, de que todo lo merece aunque elija a placer su esfuerzo. No le dice que lo merezca todo gratis, sino que todo lo merece porque todo lo ha pagado.
EVITEMOS NUESTRO HUNDIMIENTO COLECTIVO
Las consecuencias demográficas y laborales de esas actitudes se hacen notar en la crisis migratoria. La inmigración no obedece sólo a que los servicios públicos ejerzan un poderoso «efecto llamada» cuando extendemos su cobertura a todos los residentes, incluidos los que aún no han llegado. También obedece a que escasea la población nativa en edad de trabajar, mucha de la cual rechaza además los trabajos que sí ocupan los inmigrantes.
Las consecuencias aún se notan poco porque la inmigración perjudica antes y en mayor medida a los más humildes, que son los más próximos a los recién llegados. Resienten la competencia de éstos por empleos y servicios sociales. También padecen de primera mano la inseguridad y su menor integración cultural.
Claro está que ya la juventud de clase media empieza a sufrir la crisis, como revelan sus muy publicitadas quejas sobre la situación de la vivienda y el empleo. Con nuestras contradictorias preferencias y las regulaciones a que dan lugar, hemos coartado tanto la iniciativa individual que la oferta de vivienda casi ha desaparecido. De modo similar, la educación ha pasado a ser un bien de consumo más, y no el bien de inversión que aseguraba la productividad, el bienestar y la convivencia. En consecuencia, hay pocas viviendas y escasean los jóvenes productivos, de ahí sus quejas sobre el empleo.
Por eso suscita alarma lo rápido que han aparecido brotes de racismo y xenofobia justo al lado de algunas de esas creencias más lujosas, desde el catalanismo charnego al antisemitismo rampante, incluido el Tourist Go Home. Esperen y vean. Da toda la impresión de que esta fascistización de lo woke se acelerará pronto, en cuanto más y más descontentos se percaten de que no sólo son menos felices, sino que viven peor que muchos recién llegados de su misma edad. Estos últimos tienen menos ínfulas, pero más energía y autodisciplina; con lo que sí producen algo valioso para los demás.
Urge empezar a construir un nuevo consenso; pero sobre la base de un nuevo modelo. Difícil tarea la de elegir qué salvar del naufragio; pero, sean cuales sean las prioridades que elijamos, no basta con gestionar la herencia recibida. Se precisa un diagnóstico de sus fallos, un plan para recomponerla y la voluntad sincera de ejecutarlo. Hacen falta ideas y liderazgo. Mañana explicaré dónde no van a encontrarlos.
LA SIESTA DEL GIRO A LA DERECHA EN EL FUNERAL DE LA SOCIALDEMOCRACIA
Gestionar la decadencia, en vez de liderar la esperanza.
El establishment político europeo ha optado por mantener el statu quo, renovando el pacto de los partidos de centro en las instituciones comunitarias, lo que promete una continuidad de políticas de la que sería tonto esperar resultados distintos. La italiana Giorgia Meloni se ha quedado aislada, tras fracasar en su intento de hacer virar esas políticas europeas a la derecha. Y el francés Emmanuel Macron intenta ahora replicar en Francia el pacto continental, excluyendo a la extrema derecha y pactando con la izquierda para intentar gobernar desde el centro. En España, al menos desde diciembre de 2003, la antigua izquierda socialdemócrata ha preferido aliarse con la extrema izquierda y, desde 2018, con el antiguo terrorismo y las derechas separatistas, lo que descartaba reproducir el consenso centrista.
En todo caso, la pista importante de este circo es la europea. En buena medida, la extrema derecha está aún en su infancia o adolescencia. Tiene, ya no programas, sino fundamentos históricos e ideológicos contradictorios y cambiantes, como bien revelan sus divisiones, titubeos y cambios de rumbo, lo mismo en España que en Europa.
Dada su inmadurez, su eventual llegada al poder presenta riesgos obvios. No tanto en términos de paz social, pues ésta ya es sólo más aparente que real, pues se sostiene en el silencio de una gran parte —quizá la mayoría— de la ciudadanía.
Es más grave el riesgo latente del peor intervencionismo económico, porque éste es capaz, por sí solo, de profundizar todas nuestras carencias y hundirnos en una miseria de proporciones argentinas. En este aspecto, las diferencias con la extrema izquierda podrían ser escasas: aunque quepa esperar de la extrema derecha un mayor respeto a la propiedad privada, no cabe decir lo mismo de la libertad contractual y comercial, basta con mirar a nuestro reciente propio pasado.
Esta situación pilla a la derecha europea con el paso cambiado, pues lleva décadas limitándose a gobernar para, en esencia, corregir los excesos previos de la socialdemocracia; pero sin defender sus propias ideas y, a menudo, olvidándolas conscientemente. Incluso lo hicieron así Thatcher o Reagan, por mucho que la izquierda necesite convertirlos en líderes portentosos. Si bien ajustaron por un tiempo los parámetros del sistema, prolongando su vida, fueron ajustes temporales y apenas trocaron su estructura.
En buena medida, la derecha está hoy infectada de una socialdemocracia irreflexiva, trufada con elementos dispares, propios del proteccionismo corporativista y del emocionalismo de origen religioso. Carente de vertebración ideológica, su vértigo ante el desafío del momento histórico es de tal calibre que ni siquiera ha osado contemplar de frente la disyuntiva que se le ofrecía, entre continuar pactando con el centroizquierda o buscar nuevas alianzas a su derecha.
A los actuales líderes de centroderecha, no sólo les es más fácil pactar con el centroizquierda dadas las carencias juveniles de la extrema derecha. Los motiva la inercia pues durante muchos años, sus partidos no han necesitado líderes sino gestores. Lógico que prefieran gestionar la decadencia del modelo que arriesgarse a cambiarlo. Hasta parece sensato, porque a corto plazo logran una apariencia de estabilidad.
Por lo demás, el corto plazo es su hábitat natural, pero el horizonte de sus partidos debería ser más largo, y no debieran permitirles que el prorrogar un sistema en crisis, se arriesguen a perder el protagonismo. Pactar con la extrema derecha hoy entrañaría riesgos, y ni siquiera está claro con qué partes de la extrema derecha les sería viable hacerlo; pero como parece probable es probable que la derecha acabe pactando con la extrema derecha, sólo que lo hará dentro de unos años; y ya no como protagonista, sino como comparsa.
Si de verdad queremos sobrevivir, Europa debe aspirar a un nuevo modelo y a un nuevo pacto social. Para ello, es crucial identificar qué partes del viejo consenso socialdemócrata merecen, más que conservarse, restaurarse: quizá un reequilibrio de la eficiencia y la equidad del sistema económico. No es tolerable que la igualdad de oportunidades sea sólo una excusa para el lucro de algunos rentistas y aprovechados. También urge eliminar las partes más nocivas de ese consenso.
Pero no parece que los gestores de la derecha europea estén aún por la labor. En vez de transformar un régimen agotado, se conforman con disfrutar del poder —o de la oposición— unos pocos años. En el mejor de los casos, se conforman con gestionar la decadencia, en vez de liderar la esperanza.