«El concierto de voces iguales que caracteriza a una democracia sana está siendo sustituido por la intolerancia, la indiferencia y el silencio»
Nuestro país es incomprensible. No es que todos sean o seamos así, pero existe un relativismo y una indiferencia generalizadas. Hay una mayoría que no dice nada o no sabe qué opinar, junto a otros que aplauden las diversas formas de autoritarismo que nos rodean. El concierto de voces iguales que caracteriza a una democracia sana está siendo sustituido por la intolerancia, la indiferencia y el silencio.
El panorama es escalofriante pues se constata que una buena parte de nuestra ciudadanía acepta la vulneración de la ley democrática para conseguir el poder. La verdad no importa, sino hacer profesión de fe, y entonces solo hay dos caminos: repetir el dogma o la autocensura.
El relat del sanchismo sobre la anmistía es que la derecha tuvo la culpa del golpe de Estado de 2017 y de que agita la retórica de la España que se rompe y por tanto, queda claro que defender la unidad del país es propio del autoritarismo predemocrático. En suma, para esta gente la derecha se empeña estúpidamente en sacralizar la unidad española y la Constitución, que son cosas prescindibles cuando está en juego el «progreso». Porque, a su entender, la intención de imponer una agenda social —más gasto, más impuestos, más intervención pública, más dependencia para una red clientelar— es un bien superior a la libertad. Esto ya lo vio venir Tocqueville cuando alertó de que si no había instituciones y hábitos de libertad, el democratismo impondría una tiranía con la excusa del igualitarismo material.
En esta España no ha calado la democracia, que es la garantía de las libertades individuales, sino el democratismo; esto es, el número por encima del derecho. Por eso se aplaude a los políticos demagogos que prometen la igualdad material aplastando la libertad y el pluralismo. O se ensalza a los que defienden que el progreso pasa por saltarse la ley democrática y anular a los que opinan de otra manera
Ante este panorama desolador el asunto es encontrar aquello en lo que creen los españoles. En Dios, no. La descristianización es evidente. Tampoco en la democracia liberal porque idolatran a los Gobiernos intervencionistas que concentran los poderes y aceptan la cancelación de personas, opiniones y obras. El conjunto es el escenario perfecto para las formas dictatoriales, esas que primero se inoculan desde la cultura y la educación, y luego pasan a la política como algo natural. Nos está quedando un país muy antipático.
La política no es un espectáculo ni un juego de niños
Si uno entiende la política como la gestión de lo común o las relaciones de poder, en todo existe política. Otra cosa es que queramos que el Estado o no esté a ese nivel interviniendo, pero en relaciones de poder siempre hay política.
En las sociedades contemporáneas existe una cosa llamada ‘homogamia’ y es que la gente se suele juntar con personas que son parecidas a él y eso termina haciendo que incluso ideológicamente haya afinidades. Los datos del Eurobarómetro indican que hemos vuelto a los niveles de 2012 de gente que nunca habla nada de política ni con amigos ni con familiares: es prácticamente el doble de lo que hay en Europa. Esto probablemente está indicando que la crispación o la polarización no solo genera que los que hablen de política sean más ruidosos y a lo mejor también más extremos, sino que hay una parte de la gente que desconecta, que pasa directamente. Eso es negativo porque muchas veces también tenemos una visión estrecha de la política y pensamos solo los partidos o lo institucional. Lo bueno sería que la gente pudiera sentirse confortable y entendiéramos que cuando hablas de sanidad, educación o de infraestructuras, estás hablando también de política. No solo son cosas de partidos.
El infotainment es la idea de que la información tiene que ser entretenimiento, que la política tiene que ser algo basado en el enfrentamiento entre ideas como si fuera una especie de torneo de fútbol. Los políticos compiten por nuestra atención en un entorno en el que tienes no sólo a otros partidos que también quieren captar la atención de la gente, sino que además también tienes a plataformas como Netflix o HBO que te ofrecen cosas más interesantes que un debate de política. Entonces estos tienen que ser espectaculares, tienen que confrontar posiciones, tienen que ser movidos.
Esto genera una cierta desazón, porque los ritmos de la comunicación política son muy superiores a los ritmos del cambio político. De ahí viene la frustración. De gente que te propone y te promete cosas que luego no puede cumplir. Las cosas nunca son tan fáciles como en un plató de televisión y sin embargo ellos lo hacen porque quieren conseguir nuestro voto o nuestra atención.
A la hora de la verdad hay un hecho evidente: en el momento en el que uno no tiene mayoría absoluta su programa ya no puede ser un contrato porque tienes que pactar con otros, no vas a poder cumplir el 100% de tus compromisos. Eso es lo que pasa en contextos fragmentados como el nuestro, donde ahora mismo ningún partido puede cumplir el 100% de su programa. Ninguno. Todos tienen que transaccionar. A la hora de la verdad, la gente tiene que decidir si perdona o no al partido que está haciendo una cosa diferente a cuando le votó. Lo que sabemos es que normalmente los electorados te perdonan si al final los resultados son positivos.
A las generaciones jóvenes no les suena el bipartidismo porque han crecido en un contexto multipartidista; se han resignado hasta cierto punto porque han vivido los efectos de dos crisis, la del 2008, cuando ellos eran prácticamente niños, pero después la de la Covid-19 y por lo tanto ni siquiera se acuerdan de lo que era la bonanza económica en España. Sobre todo es una generación que se socializa a través de las redes sociales y lo hace a través de puntos de entrada información totalmente diferentes. Se socializan a través de TikTok, a través de YouTube, a través de mecanismos de podcast totalmente diferentes y eso está construyendo muchas más subculturas dentro de los jóvenes de lo que ocurría en el pasado.
Entre el 2014 y el 2016, en el que parecía que el tema de conversación había cambiado y hablábamos de políticas, de reformas institucionales, de lucha contra la corrupción y había como dos polos: un polo si quieres más plebeyo, más populista que encarnaba Podemos, y un polo más tecnocrático, que era lo que proponía el primer Ciudadanos. Después llegó la crisis territorial de Cataluña, la moción de censura, la polarización, los dos bloques… y eso murió. Desaparecieron porque hasta cierto punto tampoco cumplieron sus objetivos. Tuvieron que reciclarse.
Lo que ocurre en 2014 y 2016 tiene un poco de regusto a transición a la democracia porque tiene algunas cosas en común: se rompe todo el sistema, se levantan muchas expectativas y luego viene decepción, se quema a toda una generación de políticos en tiempo récord, todos los clásicos desaparecen de la faz de la tierra, incluso los promotores de ese proceso también.
No parece oportuno que haya que rematar a la Transición, pero probablemente haga falta actualizarla. No tenemos que abominar de ella. La transición es algo que ocurre en un contexto político concreto y logró tres de sus grandes objetivos: convertirnos en una democracia homologable, meternos en Europa y construir cierto Estado de bienestar. Eso es positivo y ahora lo que hay que hacer es actualizar parte de esos consensos que se nos han quedado viejos. La Constitución tuvo algo muy virtuoso: fue una suerte de chicle en el que todo el mundo cabía dentro y nos movíamos en ambigüedades. Pero 45 años después las ambigüedades han ido decayendo y ha habido algunos actores que han empujado una dirección en otra y se ha ido solidificando la estructura institucional. Hay que perder el miedo a intentar actualizar algunos de esos consensos, entendiendo que el consenso es el punto de llegada, no el punto de partida.
La política no es un juego de niños, pero hemos tenido muchos niños jugando a la política. Es indefendible cuando ves representantes institucionales que consideran que la política es simplemente comunicación inmediata y no son conscientes de lo que implica tener la responsabilidad del destino de muchísima gente en sus manos. Un buen político es alguien que tiene que tener pasión, responsabilidad y mesura, a algunos de nuestros dirigentes les falta eso. A veces le falta pasión porque no creen en nada y en el fondo son enormemente vanidosos; muchas veces les falta responsabilidad, porque nos gustaría políticos que durmieran mal por las noches, que fueran conscientes de que cuando ellos han tomado una decisión, va a afectar a la vida de muchísima gente y por lo tanto soportarán eso sobre sus hombros. Y sin embargo a veces parece que son totalmente impermeables, que son auténticos fanáticos.