La reforma del sistema público de pensiones busca el cumplimiento de dos objetivos.
La SUFICIENCIA: que asegure, en cualquiera de todos los casos, unas pensiones con un importe que sea suficiente para cubrir dignamente los costes cotidianos de la vida en un periodo, de duración media de 20 años, en los que ya no se suele poder acceder a los rendimientos de una actividad económica simplemente por un cuestión natural como es la merma de las facultades (físicas y/o mentales) para trabajar en las mismas condiciones que cuando se era más joven.
La SOSTENIBILIDAD: medio y largo plazo, que contribuya a la modernización de la economía y avance en la equidad y que debe perfilarse con prontitud.
Así nos lo requiere de forma insistente la Unión Europea, aunque esté dispuesta en estos momentos de pandemia a dar por bueno el enunciado de los objetivos generales que pretende alcanzar el Gobierno y un calendario aproximado para su implementación. Pero sobre todo lo exige la recuperación de nuestro país, sin que las instituciones concernidas –el Gobierno y el Parlamento a través del Pacto de Toledo– y los actores del diálogo social puedan dilatar la introducción de cambios.
El Gobierno de coalición ha situado el horizonte de 2023 –el final de la presente legislatura– para acabar con el déficit presupuestario de la Seguridad Social de manera definitiva y para ello se ha iniciado el proceso por el que el Estado asuma prestaciones asistenciales no contributivas, reducciones de cuotas para el empleo o medidas de apoyo a las familias, descargando los denominados “gastos impropios” del presupuesto de la SS trasladándolos a los Presupuestos Generales del Estado. En realidad es casi un artificio puramente contable que hará que aumente el déficit del propio Estado a no ser que se impongan nuevos impuestos y/o se detraigan otros gastos de su presupuesto que parecen, al menos, igual de imprescindibles: sanidad, educación, justicia, infraestructuras vitales social y económicamente,…
Se está negociando, con pobres resultados hasta el momento, en acotar los “gastos propios” del sistema intentando acercar la edad ordinaria y la edad efectiva de jubilación y adecuando paulatinamente la cotización de los autónomos a los ingresos que perciben.
Pero hay un requisito en apariencia intangible que no se contempla en las propuestas de reforma: LA CONFIANZA EN EL SISTEMA, es decir, la imperiosa necesidad de que los ciudadanos no solo confíen en la viabilidad del sistema, sino que tengan la absoluta certeza de que dentro de treinta o cincuenta años podrán recurrir a él con la seguridad de cobrar una pensión digna.
El desequilibrio demográfico, la sucesión continua y periódica de “crisis económicas” (inherentes al propio sistema económico) en los últimos quince años con la consecuencia de las recesiones que afectan al importe de los salarios, y la desaparición del remanente de la Seguridad Social han restado tanta credibilidad al sistema que no puede recuperarse con meras manifestaciones de convicción por parte de los responsables públicos.
La clave de la sostenibilidad del sistema es que quienes acceden al mercado de trabajo quieran “invertir” parte de su salario en contribuir al sistema cotizando lo que les corresponda en función de su salario bruto, que los autónomos vean en aportar a la Seguridad Social en proporción a lo que ganan un futuro seguro, que los profesionales que se acercan a los 60 años encuentren sentido a prolongar su vida laboral porque van a verse beneficiados.
Para recuperar la confianza en el sistema urge que no se eternicen los debates y las negociaciones, que empiezan a cargar el ambiente de escepticismo. Urge que el Gobierno hable más claro en España y ante Bruselas