La Renta Básica Universal (RBU) y el Ingreso Mínimo Vital (IMV) son dos medidas económicas “algo” similares, pero no iguales, que se encuentran de actualidad en las últimas semanas debido a la intención del Gobierno de implementar una de ellas, dirigida a paliar ciertas situaciones de pobreza.
La RBU es una prestación universal e incondicional que va dirigida a todo ciudadano, por el simple hecho de serlo, sin ningún tipo de condición, requisito, ni asunción de obligaciones. Tanto las personas ricas como las pobres, los que trabajan o están en paro, sin distinción, percibirían la misma cantidad.
El IMV es una prestación que tiene un carácter condicional (no contar con ingresos), y no es universal (no puede acceder todo el mundo). El IMV no está dirigido a todos los ciudadanos, sino solo a los más vulnerables, y puede tener límites temporales para su percepción. Esta es la prestación que pretende implementar el Gobierno y se estima que llegaría a un millón de hogares y el coste sería de 5.500 millones de euros anuales, siendo su intención que tenga un carácter permanente.
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La propuesta del Gobierno de establecer un ingreso mínimo vital (IMV) es decisiva, pues la misma se dirigiría a la atención de aquellas personas vulnerables que hoy en día no se encuentran cubiertas por ninguna de las prestaciones que ofrece nuestro vigente sistema de protección social.
Es una medida necesaria a la vista de que se detecta que a un importante número de personas y hogares no les llegan con suficiencia las diversas prestaciones de Seguridad Social, tanto en su vertiente contributiva como no contributiva, ni siquiera las prestaciones que en el marco de la asistencia social asumen las CCAA, o bien que su cuantía resulta muy desigual según territorios.
Es preciso que se contemple como una prestación estructural, por cuanto se comprueba que esta carencia en nuestra protección social va más allá de una concreta situación coyuntural. La medida debe adoptarse de modo que no constituya un desincentivo para que estas personas pierdan motivación para incorporarse al mercado de trabajo, con un empleo que les proporcione ingresos suficientes. Por ello, el IMV debe ponerse en conexión con las políticas activas de empleo, al efecto de evitar que los beneficiarios de ese ingreso mínimo queden atrapados en el desempleo o en el subempleo: hay que impedir consolidar una bolsa de marginalidad social de la que resulte imposible salir.
Asimismo, hay que ser cautelosos a fin de que la medida, como efecto colateral, no provoque una fuerte pervivencia o crecimiento de la economía sumergida y, con la misma, de un empleo irregular. Indiscutiblemente, entre los beneficiados por este ingreso mínimo vital deben encontrarse quienes están desarrollando trabajos en la economía sumergida con ingresos insuficientes. Es justo que estas personas, por su mayor vulnerabilidad, sean de las directamente beneficiadas del ingreso mínimo vital; eso sí, al mismo tiempo, debemos conjurar el peligro de que ello provoque el efecto indeseado de reforzar la economía sumergida y, con la misma, el mantenimiento continuado en el tiempo de los beneficiarios en otro espacio de marginalidad.
De igual modo, es necesario que se cumpla el mandato constitucional de que la regulación de las prestaciones sociales garantice la igualdad de todos, con independencia del territorio donde residan. En definitiva, ello exige un modelo de atención de forma uniforme para todos los ciudadanos a lo largo del territorio, residan en una u otra CCAA.
Quien puede atender con mayor rigor a todas las premisas precedentes es nuestro Sistema de Seguridad Social, introduciendo el IMV dentro del marco de su acción protectora como una prestación no contributiva, pero, eso sí, al igual que estas prestaciones financiadas directamente con los PGE a fin de no lastrar más aún el déficit alarmante del Sistema de la SS. No cabe la menor duda de que la jurisprudencia constitucional relativa al título competencial sobre Seguridad Social permite incorporar el ingreso mínimo vital dentro de su acción protectora. Ello, por añadidura, permitiría atender con plena coherencia el conjunto de circunstancias antes indicadas, al tiempo que puede con mayor acierto definir objetivamente la situación de necesidad base de su reconocimiento, ofrecer un modelo conectado con el resto de las prestaciones de Seguridad Social, así como de las prestaciones de asistencia social establecidas por las CCAA, ofreciendo así un suelo de protección mínimo uniforme para todos los beneficiarios. Ello, finalmente, al margen de la competencia normativa estatal, se podría llevar a cabo atribuyendo a las CCAA la gestión de tales rentas mínimas, a semejanza de como lo hacen ya respecto de las pensiones no contributivas de la Seguridad Social.