La sociedad está polarizada en torno a la inmigración: ¿población de reemplazo o solución al envejecimiento y la caída de la natalidad?
El mundo está cada vez más polarizado. Es imposible escribir de casi cualquier tema sin provocar un agitado debate que oscila de extremo a extremo, de la ‘fachosfera’ al buenismo, expulsando por completo al término medio. El asunto de la natalidad y, sobre todo, cómo afrontar en Occidente los retos derivados de su caída en conjunción con el envejecimiento de la población, es uno de ellos.
Las posturas son irreconciliables: por un lado están -sobre todo a la derecha del espectro político- quienes afirman que se ha puesto en marcha un maquiavélico plan para sustituir a la población autóctona -blanca, sobre todo- por inmigrantes llegados para vivir de ayudas y delinquir; por otro lado, numerosos analistas -y parte relevante de la izquierda- sostienen que el sistema del bienestar actual solo sobrevivirá con la llegada continua de inmigrantes.
‘La amenaza de la superpoblación’ era un peligro recurrente durante el fin del siglo XX, y las proyecciones avanzaban un escenario catastrofista en el que la población humana crecería tanto que no habría recursos ni siquiera para darle de comer. Algunos vaticinaron que a lo largo del siglo XXI se superarían los 11.000 millones de habitantes.
Ahora, sin embargo, la amenaza es la opuesta. No nacen suficientes niños y, sobre todo en los países desarrollados, la tendencia es hacia la desaparición por voluntad propia.
O sea, que el demográfico va a ser un problema global. O una bendición, según se mire. Desde el punto de vista de los recursos naturales, esta es una noticia positiva. Sin embargo, en Occidente provoca temor tanto entre quienes ven con recelo la llegada de inmigrantes como entre los que advierten de que faltarán manos para dar los cuidados que requerirá la población de más edad, así como para desempeñar los trabajos de menor valor añadido que la población autóctona rechaza.
No obstante, el miedo a la superpoblación en las décadas de 1980 y 1990 demuestra que las previsiones sociales a largo plazo no son fiables. Sin embargo, las soluciones que buscamos a corto plazo, como sucede con la inmigración, sí tendrán repercusiones a largo plazo. Se ve claramente en países como Francia o Suecia, donde la integración ha fallado estrepitosamente a pesar de los intentos por evitar que eso suceda. Incluso en un país de inmigrantes, como es Estados Unidos, las brechas perduran e incluso pueden ensancharse.
En la última década, España ha sumado más de dos millones de habitantes nacidos en el extranjero. Es casi un 5% de la población total, por lo que ese reto de integración va a ser importante, ya que los orígenes, culturas, tradiciones políticas y religiones de los recién llegados son muy diversos. Evitar que se creen guetos es complicado, sobre todo dada la coyuntura del mercado inmobiliario.
Además, a medio plazo hay que tener en cuenta dos tendencias que los sociólogos tienen ya bien documentadas: las mujeres extranjeras tienen una fertilidad más elevada cuando migran, pero esa variable se va acercando a la de las mujeres locales según se asientan, sobre todo en sucesivas generaciones; y lo mismo sucede con el empleo de baja cualificación, que la primera generación de migrantes está dispuesto a hacer pero no las siguientes.
Que esto suceda es positivo porque indica un mayor nivel de integración y de bienestar, pero ya no sirve como solución al problema de partida y puede acabar incluso ahondando en él. De hecho, el propio Banco de España alerta de «no parece probable que la inmigración pueda evitar el proceso de envejecimiento en el que se encuentra inmerso nuestro país», y subraya que, además, tiene difícil paliar la falta de mano de obra porque, en su mayoría, los migrantes adolecen la formación requerida.
A esto hay que añadir elementos como la automatización y la robótica, que ya juegan un papel relevante en sociedades muy envejecidas como la japonesa -también en cuidados a la tercera edad-, y la irrupción de la inteligencia artificial, que va a tener un profundo impacto social en todos los estamentos. Todo ello hace pensar que tomar decisiones sociales en base a previsiones a largo plazo es tan poco recomendable como tratar de solucionar problemas a corto plazo con decisiones que tendrán un claro impacto a largo.