Tradicionalmente en la historia de la humanidad, el cuidado y sustento de los ancianos quedaban a cargo del resto de la tribu, que se «repartía» esa responsabilidad. Más tarde, al evolucionar las sociedades, la carga pasó a las familias o, en última instancia, a organizaciones caritativas. Aun así, cuando se llegaba a ella, la vejez era con frecuencia un estado de miseria y abandono.
El sistema de seguridad social que se pone en marcha mediante la legislación de 1889 extiende por primera vez ese reparto de asistencia social más allá de la familia, tomando el Estado un papel de liderazgo y gestión, y compartiendo esas cargas con los miembros activos de la sociedad: trabajadores y patronos. Por eso bien se puede decir que el sistema o método de reparto es la evolución natural del cuidado ancestral de los viejos por parte de los miembros jóvenes y adultos de la tribu.
Ante las situaciones de desamparo en la ancianidad o por muerte del cabeza de familia, este concepto de cobertura, ya sea mediante la prestación directa de cuidados o mediante una aportación económica, no es el único que ha desarrollado la sociedad humana a lo largo de la historia. Un seguro de previsión ante la muerte del cabeza de familia para ayudar a la supervivencia económica de hijos y viudas es una forma de asistencia social que ya está documentada en el código de Hammurabi (1795-1750 a . C .). En nuestro entorno occidental tiene un desarrollo clave en la Escocia del siglo XVIII (1774), con dos pastores presbiterianos llamados Alexander Webster y Robert Wallace, que se concreta en 1814, al finalizar las guerras napoleónicas, con el nacimiento de Scottish Widows. Financiado mediante cuotas que aportan los asegurados, el sistema se basa en la creación de un fondo para sustento de viudas. Había nacido el método de capitalización.
A medida que se han ido desarrollando los sistemas de asistencia social a la vejez, y en especial las pensiones de jubilación, y como un reflejo de la evolución histórica de las sociedades humanas, se han configurado dos métodos básicos para la gestión de los sistemas públicos y privados de pensiones: el método de reparto y el método de capitalización. Métodos no necesariamente excluyentes entre sí, sino más bien complementarios.
En España, los distintos gobiernos han recurrido a la demagogia de permitir el incremento constante del déficit del sistema público de pensiones para congraciarse con un electorado cada vez más envejecido, ampliando así la brecha intergeneracional. Mientras tanto, quienes hoy ingresan en el mercado de trabajo se preguntan angustiados si podrán recibir una prestación en el futuro ante la amenaza de quiebra de la Seguridad Social.
En España no se reparten de manera justa las cargas intergeneracionales, pues el sistema beneficia a los aventajados, condiciona el destino del gasto público y merma las oportunidades de quienes están en activo.
Mal podremos debatir sobre asuntos de justicia distributiva -como las pensiones- si ignoramos que lo deseable está condicionado por lo realizable. Por eso conviene también hacer comparaciones: la OCDE ha calculado que España tiene uno de los sistemas de pensiones más generosos del mundo; la tasa de sustitución del salario bruto medio asciende entre nosotros al 80%, frente al 60% de la media europea.
La trayectoria del sistema no se entiende sin la convergencia reciente de tres factores: el envejecimiento de la población, la mayor cuantía media de las abundantes pensiones nuevas y la reforma diseñada por José Luis Escrivá. De manera que cada vez hay más pensionistas y el importe de su pensión es cada vez mayor. En ese sentido, las apelaciones a la “justicia social” de la ministra de Seguridad Social ocultan más que revelan: el jubilado de última generación no es una anciana desvalida, sino un empleado de banca prejubilado que tiene dos casas en propiedad o una profesora de colegio que deja las aulas a los 65 años y vivirá hasta los 95.
¿Y cómo se financia la abultada factura del sistema? No son pocos los pensionistas que creen recibir cada mes lo que ellos mismos pusieron en la hucha mientras trabajaban; un prejuicio alimentado por los representantes políticos que desean mantener intacta su base electoral. Obviamente, no es el caso: ponemos mucho menos de lo que percibimos. La diferencia se salva con la transferencia de fondos públicos: la factura de las pensiones está en los 170.000 millones anuales y ha pasado del 6,3% del PIB en 2008 al 14,1% en 2023. Ese dinero deja de dedicarse a otros fines: las partidas destinadas a vivienda han pasado del 1,1% al 0,5% del PIB en ese periodo; solo el gasto en pensiones del mes de noviembre, que incluye el abono de la paga extra, equivale al gasto público anual en infraestructuras y defensa.
Ocurre que la reforma de Escrivá se sacó de la manga una “solución” insólita llamada a evitar el colapso del sistema: el llamado Mecanismo de Equidad Intergeneracional (MEI). Se trata de una cotización adicional del 0,6% inicial sobre la base de las contingencias comunes de cada trabajador; empezó a aplicarse el año pasado e irá creciendo hasta alcanzar el 1,2% en 2029. Por otro lado, los trabajadores con los salarios más altos pagarán un “coeficiente de solidaridad” que será mayor cuanto más ganen. O sea: dado que no se contempla congelar ni reducir las pensiones, su coste creciente recae sobre empresas y trabajadores en activo.
Pero sería un error preguntarse únicamente por la sostenibilidad del sistema; habida cuenta de que los recursos son limitados, lo que procede es interrogarse por la justicia de nuestro sistema de pensiones. Nótese que este último puede ser injusto y mantenerse en pie: ninguna formación política se atreve a desafiar a los 10 millones de pensionistas y los ciudadanos suelen opinar al respecto sin disponer de la información necesaria ni dejar a un lado sus intereses personales. Decir que hay un consenso social sobre las bondades del sistema vigente, en consecuencia, es mucho decir.
Seguimos: la pregunta por la justicia del sistema de pensiones es legítima en tanto que no recibimos lo que aportamos; nuestro sistema combina la lógica contributiva con la lógica distributiva. Y reza el artículo 50 de la Constitución: “Los poderes públicos garantizarán, mediante pensiones adecuadas y periódicamente actualizadas, la suficiencia económica a los ciudadanos durante la tercera edad”. Bien, pero ¿a cuánto debe ascender la prestación destinada a garantizar esa “suficiencia económica”? ¿Se trata de asegurar que el jubilado vivirá sin privaciones materiales, o de convertir a los pensionistas en el grupo social que disfruta de mayor renta disponible? ¿Y cuánto ha de durar la “tercera edad” en una de las sociedades más longevas del mundo? El aumento imparable de la población receptora de ayudas exige de suyo una mayor inversión en la generación jubilada, lo que produce severas desigualdades intergeneracionales.
Resolver este problema incrementando la contribución de las personas laboralmente activas resulta más que cuestionable; ninguna teoría de la justicia, de hecho, avala semejante fórmula. Lo cierto es que los pensionistas contributivos cuya prestación de jubilación se sitúa por encima del salario medio no se ven desfavorecidos aquí de ninguna manera. Eso podrá decirse de los pensionistas no contributivos que se encuentren en una situación personal desfavorable; o de los trabajadores autónomos que no han sabido o podido ahorrar para complementar su modesta pensión. Incluso en ese caso, con todo, habrá que comparar: no es lo mismo ingresar 1.500 euros con una casa en propiedad que enfrentarse con esa cantidad a un mercado del alquiler muy encarecido. Del mismo modo, la comparación entre mayores y jóvenes debe hacerse teniendo en cuenta que lo natural es la desigualdad: los mayores han amasado un patrimonio a lo largo de su carrera y los jóvenes están empezando. Pero una cosa es amasar un patrimonio y otra, recibir una pensión de cuantía superior a muchos salarios de rango medio. A cambio, la comparación entre generaciones entra en juego cuando el sistema de pensiones vincula a los distintos grupos -trabajadores, pensionistas, jóvenes- mediante el reparto desigual de cargas y beneficios.
Dado que los sistemas de reparto permiten distribuir el riesgo entre generaciones, puede decirse que los trabajadores españoles -sobre todo los más jóvenes- asumen un riesgo muy superior al de sus mayores justo cuando tratan de abrirse camino en la vida. La pregunta que hemos de hacernos es si una sociedad que se quiere justa debe primar el bienestar de las clases pasivas cuando eso supone mermar las oportunidades de las clases activas. En realidad, no parece que tenga mucho sentido hablar de oportunidades cuando nos referimos a los pensionistas; hacerlo de capacidades parece más apropiado. Para los jóvenes, en cambio, las oportunidades lo son todo. Y nuestro sistema de pensiones no solo prima el bienestar de las clases pasivas, asignándoles recursos que podrían tener otro destino, sino que lo hace a costa de las clases activas: aumentando su contribución al sistema en todos los niveles salariales.
Solo cabe deducir que el sistema de pensiones español no reparte de manera justa las cargas intergeneracionales, sino todo lo contrario: beneficia a los más aventajados, condiciona el destino del gasto público y merma las oportunidades de quienes hoy se encuentran en activo. Y así seguiremos, justificando lo injustificable, hasta que sea demasiado tarde.
No es tiempo de más reformas que sólo aspiran a parchear, sino de una solución radical al sistema de pensiones públicas, basada en principios de claridad, equidad y de ausencia de penalizaciones para la economía productiva y de transferencias intergeneracionales.