La economía española se enfrenta a un proceso de longevidad ante el cual no está suficientemente preparada.
Los problemas económicos son, en realidad, problemas políticos y consisten en repartir los esfuerzos y el producto de esos esfuerzos.
El protagonismo de las pensiones en el debate público es un fenómeno pendular. Cada cierto tiempo, la viabilidad a futuro de las pensiones y el estado del sistema público de reparto son tema de interés y discusión, dado que en la actualidad es la partida de gasto público más importante: prácticamente 10 de cada 100 euros de gasto público se destinan a financiar la jubilación, superando en cuantía al gasto sanitario o el educativo, entre otros.
Las pensiones en España se financian con las cotizaciones sociales de empresarios y trabajadores en activo. El problema es que las cotizaciones apenas dan para pagar el 70% de las pensiones y que es resto se abona con «transferencias» –aportaciones a fondo perdido– y préstamos del Estado. Observado de otra manera el saldo negativo –el déficit– total del sistema público de pensiones alcanza el 4% del PIB, equivalente al de todas las Administraciones Públicas españolas. Todo un nudo gordiano que, además, se enreda con el paso del tiempo. Por otra parte, las pensiones en España son unas de las más generosas de la Unión Europea en relación al último salario cobrado en activo. Eso no impide que, al mismo tiempo, los 1.500 euros de la pensión media de jubilación tampoco sean una gran cantidad –sobre todo en algunos lugares–, al margen de que sea mayor que bastantes salarios, pero ese es otro asunto.
El debate sobre la sostenibilidad de las pensiones siempre está en la frontera, terreno abonado para los discursos facilones, quizá a causa de que el sistema de reparto se pueda interpretar como un mecanismo de suma cero, donde lo que pierden unos lo ganan otros, siendo ambos colectivos fácilmente identificables: los jóvenes, los trabajadores de mediana edad y los jubilados. En estos colectivos, los códigos clásicos de la política son más complejos de interpretar, lo que, junto a la creciente predominancia de los electores de más edad, convierte la toma de decisiones sobre la jubilación en una pesadilla política.
En este escenario, las comparaciones con el entorno europeo son de cierta ayuda. Los jubilados españoles tienen una renta per cápita por encima de la media europea, mientras que la renta media de los españoles (jubilados o sin jubilar) está por debajo. Los porcentajes van algo más allá de lo que se puede interpretar como ruido estadístico, lo que sugiere que las pensiones en España son, teniendo en cuenta la renta media, más generosas que en la media de la UE (grupo que incluye a los países del este de Europa de reciente incorporación, lo que puede condicionar la estadística).
No es el de las pensiones el único sudoku económico que no solo es de casi imposible resolución, sino que tiene también un componente generacional. La vivienda está a la par. Ninguno de los dos se puede abordar partiendo de ángulos individuales: los jubilados con más ingresos tienen razón al pensar que sus cotizaciones son fruto del trabajo, al igual que los jóvenes a pensar que sus abuelos ganan más que ellos con una pensión que no saben si cobrarán ellos. Y los jubilados con peores carreras laborales tampoco deberían pagar los platos rotos. No se trata de competir por las razones, sino de intentar paliar el impacto de la demografía sobre un sistema que, afortunadamente, no está en cuestión. Y sin olvidar que la única salida del laberinto pasa por dos asignaturas pendientes (una más que otra) de la economía española: la productividad y la tasa de actividad.