EL DIALOGO SOCIAL: NI DEMOCRÁTICO NI SOCIAL

«El diálogo social es una ficción que, en nombre de los intereses generales, un sector minoritario se impone al resto contra los que conspiran»

 

La teoría organicista, o la democracia orgánica, propone que sean las instituciones «naturales» las que representen a cada sector de la sociedad. Y que el Gobierno, como representante del bien común haga de árbitro entre ellas. Esta idea, tan querida por el fascismo, es la que la sociedad española ha asumido con candidez. La teoría democrática, sin embargo, consiste en que el pueblo elige a unos representantes, que se constituyen en legisladores y en fiscalizadores de la acción del Gobierno, desde el Parlamento. En unas democracias, como la nuestra, el Parlamento elige al Gobierno, en otras, lo hacen los ciudadanos de forma directa. Y es el Gobierno, con el Parlamento y dentro de las leyes, quien dirige las políticas.

 

La teoría organicista y la democrática son contrarias pero en el ámbito de la regulación de las relaciones laborales recae en el llamado «diálogo social», y lo que se pacte allí tiene que ser aceptado por el ámbito de la democracia.

 

Lo peor del diálogo social no es que no sea democrático, sino que no es social. Los «agentes sociales» dicen representar a colectivos muy grandes (empresarios, trabajadores), pero con los que, en realidad, tienen una relación parcial y muy sesgada. Son como órganos políticos: hablan en nombre de otros pero sólo representan sus propios intereses.

 

Adam Smith ya advertía: «Los comerciantes del mismo gremio rara vez se reúnen, siquiera para pasar un buen rato, sin que terminen conspirando contra el público o por alguna subida concertada de precios». Esta advertencia es tan cierta hoy como lo fue hace dos siglos y medio.

 

El diálogo social ha favorecido que los empresarios se asocien en patronales, y les ha colocado muy cerca del proceso político en cuestiones que les afectan directamente.

 

Los sindicatos no son lo que eran. Antes de que la mala digestión de Carl Marx transformase a los sindicatos, se parecían más a sociedades de apoyo mutuo. De su lado comenzaron a gestarse una serie de instituciones en el ámbito privado que, de haber seguido, serían más efectivas y menos costosas para nuestro Estado del bienestar. El influjo del marxismo convenció al movimiento obrero de que hay unos intereses irreconciliables entre las empresas y los trabajadores, y que la única política posible es la de la confrontación y la denuncia de que los empresarios explotan a los trabajadores.

 

A los sindicatos les ocurre lo mismo que a los empresarios; si se reúnen, no es para favorecer al común de la sociedad Lo cierto es que son muy poco representativos pues están afiliados a los sindicatos el 12,5% de los trabajadores españoles; uno de cada ocho, y sobre todo y casi exclusivamente en las Administraciones Públicas y en las grandes empresas.

 

Los convenios colectivos los deciden los sindicatos con las grandes empresas, y los salarios que pactan son los adecuados para ellas. Las grandes empresas son más productivas, y pueden pagar mejores sueldos. Lo que temen las compañías grandes es la competencia de otras empresas y por eso hay una confluencia de intereses para que no haya ninguna de tamaño pequeño o mediano que se convierta en una amenaza para las que ya están asentadas.

 

Para finalizar, ni siquiera patronal y sindicatos son autónomos. En 2022, el Gobierno pagó el silencio de los sindicatos ante la mayor caída en el poder adquisitivo de los sueldos en las últimas décadas con 17 millones de euros en ayudas directas. La situación de los empresarios es aún peor: dependen del Estado tanto para recibir ayudas, como para los contratos públicos, y un cambio en la regulación de un sector puede hundirle o catapultarle.

 

En definitiva, el diálogo social es una ficción en la que un sector minoritario se impone al resto, en nombre de los intereses generales, contra los que conspiran. Nada nuevo bajo el sol.

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