Reforma difícil. El acuerdo sobre pensiones tiene que partir de una recuperación salarial

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Hay que felicitarse de que el Banco de España, en su informe anual, se haya sumado con decisión a quienes reclaman una reforma urgente del sistema de pensiones en España. La autoridad monetaria ha captado las amenazas que se ciernen sobre las prestaciones de los pensionistas y que, en contra de lo que sostienen los agoreros, no implicarían una quiebra del sistema sino una pérdida creciente y sustancial de las pensiones mensuales. Esas amenazas, que proceden del envejecimiento de la población, de la duración cada vez mayor de las pensiones y de la pérdida de calidad del empleo, tienen que neutralizarse con decisiones tomadas desde hoy para que puedan surtir efecto en los próximos años y para las siguientes generaciones. Por lo tanto, una de las decisiones más urgentes del nuevo Gobierno es la de acelerar la construcción de un gran acuerdo político para erigir la reforma de las pensiones.

Sobre los contenidos de esa reforma hay un cierto consenso, que no excluye algunas discrepancias. Habría que decidir si parte de las prestaciones contributivas se trasladan a los Presupuestos con el fin de aliviar la presión financiera sobre la Seguridad Social, que ya soporta un déficit de 18.000 millones; definir la edad de jubilación; decidir si se modifican al alza los tipos de cotización, en qué segmentos salariales y con qué topes, y, en fin, si conviene extender el cálculo de la pensión en función de toda la vida laboral; hacerla más contributiva. En definitiva, pensiones públicas, universales y dignas.

El Banco de España tiene razón al pedir celeridad en la reforma; acierta también al describir los efectos económicos y fiscales del envejecimiento de la población; tampoco cabe objeción alguna a su evaluación de los costes de un modelo de pensiones al que se incorpore una revalorización permanente de las prestaciones, sin cambios estructurales. Cuanto más envejecida esté la población, más costará aprobar una reforma, debido a las justas resistencias de un número creciente de pensionistas.

La supervivencia del sistema y el mantenimiento de prestaciones acordes con un nivel de vida decente tienen que partir necesariamente de una recuperación de los salarios. Por más reformas legales que se aprueben, poco se conseguirá si no aumentan las retribuciones y el empleo. Es prioritario que el acuerdo político que sustente la reforma sea máximo. Si el consenso es parcial, aumenta la probabilidad de que un Gobierno futuro se sienta tentado de manosear una vez más la protección social. La propuesta del Banco de España de reducir, si fuera necesario, el consenso exigible hay que tomarla, pues, con muchas reservas. La experiencia indica que en este campo ninguna ideología (o partido político) cuenta con respuestas y fuerzas suficientes para imponerlas al resto de la sociedad.

El Banco de España debería ampliar el encuadre de su análisis. Los enemigos reales de las pensiones son el desempleo y la precariedad. Los ciudadanos entienden mal que se reclame una edad más avanzada para la jubilación mientras los bancos y las empresas proponen prejubilaciones incentivadas a los 55 años o antes. Una vez más, se aprecia la distancia que existe entre las disposiciones legales y las prácticas reales. No es solo la justicia intergeneracional la que está en juego si no hay reforma. Son las empresas las que tienen hoy la llave de la edad de jubilación.

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