El 14-D de 1988, los sindicatos paralizaron el país para protestar por un Plan de Empleo Juvenil que dejaba a los nuevos trabajadores –jóvenes sin experiencia laboral- fuera del convenio colectivo, cobrando el salario mínimo interprofesional -aunque sus compañeros ganaran el triple por hacer el mismo trabajo- y con la garantía de acabar en la calle 18 meses más tarde.
Echar a un empleado a la calle cuesta hoy entre un tercio y la mitad que hace 30 años: 33 días por año trabajado con un máximo de 24 mensualidades, frente a los 45 días con tope de 44 mensualidades de antes. Pero la mayor pesadilla de los asalariados actuales no se llama paro, sino pobreza laboral: los sueldos han bajado tanto en múltiples sectores económicos tras la Gran Recesión que tener un puesto de trabajo no garantiza salir de la miseria.
Desde el 14-D, España ha conocido dos grandes crisis económicas, siete reformas laborales y ocho huelgas generales. El saldo de ese recorrido apunta en una única dirección: la progresiva precarización del empleo y la merma de derechos de los trabajadores.
La legislación laboral ha ido mutando a golpe de crisis económica. Cada reforma trataba de adaptar el Estatuto de los Trabajadores a la situación de cada momento. La de 1994 fue una respuesta a la crisis de 1993. La del 2012 hacía frente a la Gran Recesión. Lo llamativo es que cuando un derecho laboral se perdía, en la siguiente reforma ya no se recuperaba
En el juego de las comparaciones entre 1988 y 2018, el dato que más llama la atención es el aumento de la tasa de temporalidad. Si entonces causaba escándalo que alcanzara el 22%, tres décadas más tarde convivimos con normalidad con cotas del 27,4%. Hoy en España no se crea empleo, se ofrecen trabajos temporales. Se firman contratos por días y la gente va entrando y saliendo del mercado laboral con asiduidad, pero el problema estructural de nuestro mercado laboral, que es la mala calidad del empleo, sigue pendiente de resolverse