España es un país con un sistema de pensiones presuntamente contributivo pero que, de tapadillo y sin debate público alguno, está transitando hacia un sistema de tipo asistencial.
¿Cómo?
Por un lado, elevando el importe de las pensiones mínimas mediante aportaciones presupuestarias que proceden de los impuestos generales pagados por todos los españoles (y no de las cotizaciones sociales de los afiliados): es decir, con independencia de lo cotizado, todo afiliado al sistema recibe una pensión contributiva mínima que es cada vez más elevada.
Por otro, congelando las pensiones máximas sin, simultáneamente, congelar las bases máximas de cotización: es decir, cada vez se cotiza por un mayor importe sin que ello tenga un reflejo en la pensión percibida. De ahí que, durante las últimas décadas, la diferencia entre las pensiones máximas y las mínimas se haya ido estrechando: si a mediados de los ochenta las pensiones máximas eran unas 5,5 veces mayores que las mínimas, hoy son menos de cuatro veces superiores (aun cuando el que perciba la pensión máxima haya cotizado mucho más de cuatro veces lo que ha cotizado quien percibe la pensión mínima).
Esta lenta pero imparable transición desde un sistema contributivo a uno asistencial —algo que los economistas José Ignacio Conde Ruiz y Clara González han denominado la “reforma silenciosa” de la Seguridad Social, por su marcado carácter oculto— no hará más que agravarse con los planes del Gobierno socialista de, por un lado, aumentar un 3% las pensiones mínimas y, por otro, incrementar las pensiones máximas solo de acuerdo con el IPC… y a pesar de la subida de casi un 10% en las bases máximas de cotización. Es decir, cada año los elementos contributivos del sistema se debilitan y la correspondencia entre lo cotizado y lo cobrado va volviéndose menor.