El salario mínimo es uno de los grandes avances de los estados de bienestar europeos alcanzados a lo largo del siglo XX. Por un lado supone una garantía para los trabajadores al asegurarse un ingreso mínimo cuando trabajan y por otro genera un elemento estabilizador del mercado, ya que hace previsibles una serie de gastos para el empleador y provee a los consumidores —o a parte de ellos— de un ingreso con el que poder adquirir bienes y servicios.
Sin embargo, este salario mínimo también está estrechamente relacionado con el músculo económico que tiene el país. Si este es muy elevado en relación al valor de lo producido, se reduce el beneficio y desincentiva la inversión; por el contrario, si el salario mínimo es muy bajo o inexistente y muchos trabajadores están cerca de esa cifra, se corre el riesgo de que el consumo interno en el país sea muy bajo y la economía también se resienta. No es casualidad, por tanto, que los salarios mínimos en los distintos países comunitarios estén relacionados con la productividad de las respectivas economías.
Pero todavía existen una serie de países donde el salario mínimo no está recogido legalmente. Llama especialmente la atención el caso de los países nórdicos, con un elevado bienestar pero en los que no se regula un pago mínimo a los trabajadores y aún así han logrado un elevado nivel de bienestar. La razón tras esto es que tradicionalmente en estos países ha existido un nivel muy elevado de sindicalización y también de cooperación entre empresarios y trabajadores, por lo que de facto sí existe un salario mínimo, aunque descentralizado en los distintos acuerdos sectoriales.
Uno de los debates —y retos— actuales en la Unión Europea es precisamente converger hacia algún tipo de salario mínimo europeo que permita armonizar más las economías. Sin embargo, a la vista está con los datos que es una cuestión todavía difícil de alcanzar.