¿Por qué el Gobierno ha cambiado la gestión de Clases Pasivas “a traición” y qué significa para los funcionarios?

Ha sido una de las noticias más extrañas de este Estado de Alarma. Extraña y, en cierto sentido, inesperada. El nuevo Ministerio de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones gestionará desde ahora el régimen de clases pasivas que paga las pensiones de más de 600.000 funcionarios y trabajadores públicos españoles.

Decimos que ha sido extraña no tanto porque no se supiera que éste era el objetivo final de José Luis Escrivá, como por el momento y la forma escogidos: un Real Decreto-Ley de Medidas Urgentes para apoyar la Economía y el Empleo publicado por el BOE el pasado 21 de abril.

¿Realmente resolver el tema era tan perentorio como para incluirlo en un RDL, una norma en teoría reservada para casos de urgente necesidad? Teniendo en cuenta que el régimen de Clases Pasivas llevaba funcionando desde 1987 y que, además, se trata de un cambio que, en teoría, será puramente administrativo, no lo parece. Y sí, es cierto que en España todos los gobiernos usan los reales decretos-ley con una interpretación extensiva de sus requisitos. Pero en algunos casos llama más la atención que en otros. ¿Ha intentado el Ministerio que la novedad pasase desapercibida? ¿Evitarse algún enfrentamiento con los sindicatos de funcionarios o tener que dar muchas explicaciones? Pues eso parece.

En realidad, lo anunciado la pasada semana no debería ser polémico. Para el beneficiario, el cambio debería pasar casi desapercibido: el que ya esté jubilado seguirá recibiendo su prestación igual que hasta ahora (misma cantidad y condiciones). El funcionario en activo seguirá cobrando y cotizando lo mismo que hasta ahora; y tampoco hay ninguna modificación en la normativa referida a las condiciones de la futura jubilación.

Por eso, es complicado entender a las dos partes. Por un lado, a los sindicatos de funcionarios, que han protestado ruidosamente por la medida. CSIF, el sindicato más importante en la función pública, emitió un duro comunicado en el que se declaraba “preocupado por el futuro del régimen de Clases Pasivas” y afirmaba que “las modificaciones incluidas en este Real Decreto Ley parecen encaminadas a finalizar con cualquier atisbo de separación y de autonomía del régimen de clases pasivas del estado, de una manera completamente sorpresiva”. Pero también, por el otro lado, llama la atención la actitud del Ministerio, que lo aprueba con alarmicidad y escondido en un RDL que en teoría estaba dedicado a otro tipo de cuestiones.

Probablemente, el motivo de la polémica haya que buscarlo en lo que no dicen ni unos ni otros (entre otras cosas porque es políticamente incorrecto). Los funcionarios probablemente temen que, aunque a corto plazo no haya cambios, a medio y largo plazo se unifiquen sus condiciones a las del Régimen General. Y que unifiquen para mal, por supuesto: aunque hay muchos puntos en común entre uno y otro, hay otros aspectos en los que hay diferencias que les benefician (por ejemplo, la posibilidad de jubilarse a los 60 años si tienen reconocidos 30 años de servicio al Estado).

Desde el Ministerio pasa algo parecido. El objetivo declarado es organizar las cuentas y controlar de forma centralizada todas las pensiones contributivas (y podemos entender así las de clases pasivas) que se abonan en nuestro país. Pero, a medio plazo, si hay que hacer modificaciones o reformas en el sistema (modificaciones a la baja, por supuesto) será más fácil hacerlo con todos los afectados bajo el paraguas de la Seguridad Social y con un control exhaustivo del número de beneficiarios, las cantidades que cobran, las condiciones, etc…

La edad de jubilación

La cuestión de la edad de jubilación será, con toda seguridad, la más polémica. No hay más que mirar a lo que ha ocurrido en Francia. Allí, Emmanuel Macron se ha encontrado una enorme oposición en las calles a su propuesta de reforma de las pensiones: una de las claves del proyecto era unificar los diferentes regímenes, sobre todo en lo que hace referencia a las condiciones de jubilación. Los expertos a los que el presidente francés encargó la elaboración de una especie de libro blanco de la reforma plantearon como principio básico el de la justicia retributiva: a igualdad de cotizaciones, igualdad de derechos (en la cuantía de la prestación y en la edad de jubilación), salvo para algunas profesiones (pocas y cada vez quedan menos) especialmente exigentes desde un punto de vista físico o peligrosas para la salud. Pues bien, ahí se encontraron a los poderosísimos sindicatos de funcionarios franceses, que reclamaban el mantenimiento de sus condiciones especiales.

Las clases pasivas, por ejemplo: hablamos de un régimen decimonónico en el sentido literal de la palabra. En 1835 ya se reconoce por primera vez en unos Presupuestos el compromiso del Estado con las pensiones de sus funcionarios. Y en 1926 se aprueba el Estatuto de Clases Pasivas, que establece los fundamentos del modelo que esta semana cobraba actualidad. Porque, además, lo relevante no es tanto el origen histórico, sino el hecho de que se haya mantenido al margen del sistema y que siga vigente. Es verdad que está en fase de desaparición: desde 2011, todos los funcionarios forman parte del sistema de Seguridad Social, pero hasta que muera el último funcionario que entró a formar parte de este régimen en 2010, seguirá con nosotros.

Es cierto que en España no tenemos los 42 regímenes diferentes del país vecino, pero en lo que hace referencia a la edad de jubilación de los funcionarios, como ya hemos visto, existe una significativa diferencia con el sector privado. Así lo establece la normativa: “Los funcionarios públicos incluidos en el Régimen de Clases Pasivas pueden jubilarse voluntariamente desde que cumplan los 60 años de edad, siempre que tengan reconocidos 30 años de servicios al Estado”. Y si tienen trabajados 35 años en la Administración a esa edad, no se les aplica coeficiente reductor: se jubilan con el 100% de la prestación. Esto ha provocado que la edad media de jubilación de este colectivo sea más baja que la de los trabajadores del Régimen General. Aquí, por ejemplo, elEconomista en 2017 ofrecía datos obtenidos tras una consulta al Portal de Transparencia del Gobierno según los cuales la edad media de jubilación de estos empleados no llegaba a los 61,5 años, más de cuatro años menos que la edad legal establecida en aquel momento y casi tres años menos que la edad efectiva de jubilación en el Régimen General.

Éste es un tema peliagudo. Las asociaciones de funcionarios pelearán por mantener este régimen. Pero se pueden encontrar un adversario temible en el nuevo ministro. Desde antes de su nombramiento, ya en su etapa en la AIReF, José Luis Escrivá ha repetido una y otra vez que su principal objetivo es subir la edad real de jubilación y acercarla a la edad legal. Según sus cifras, si los españoles dejamos de jubilarnos a los 62-63 años y nos empezamos a retirar a los 67 (la edad legal cuando, en 2027, se termine la aplicación de la reforma de 2011), las cuentas de la Seguridad Social comienzan a cuadrar.

En buena parte, esto es cierto: si se consigue que los españoles dejen de estar entre los europeos que se jubilan antes (y, al mismo tiempo, se eleva la tasa de actividad y empleo entre los mayores de 50 años), buena parte del problema de las pensiones se resuelve. Como explicamos en su momento, pasar de los 62 a los 67 es como quitarle diez años a cada jubilado: en el sentido de que tiene que cotizar cinco años más para cobrar cinco años menos. Y en esa cuenta, destaca sobremanera el colectivo de las clases pasivas, con trabajadores que disfrutan de sueldos elevados y pensiones también bastante más altas que la media del Régimen General.

La separación de fuentes

Pero tanto si la causa real es tener cerca a los funcionarios para intentar retrasar la edad de jubilación o acercar su régimen al del resto de trabajadores, como si es otra, el motivo oficial será la reorganización de las cuentas. Y sí, es necesario hacerlo, aunque también aquí el diablo se esconde en los detalles.

No hace falta rebuscar mucho en los Presupuestos Generales del Estado para darse cuenta de que las cifras de la Seguridad Social son toda una locura. Y no tanto por si hay o no déficit, como por la cantidad de conceptos que se pueden encontrar en sus gastos e ingresos.

Todos pensamos, cuando se habla del déficit del organismo público, que nos referimos, más o menos, a la diferencia que hay entre cotizaciones y pensiones (y, al hablar de pensiones, pensamos en las de jubilación). Pues bien… no es así.

En ingresos no financieros, los Presupuestos para 2019 (que no se llegaron a aprobar, pero son lo último con lo que contamos) preveían algo más de 140.000 millones de euros (página 285 del Libro Amarillo del Proyecto de PGE 2019): casi 123.600 millones eran cotizaciones sociales, unos 15.500 millones de transferencias del Estado y unos 1.000 millones de tasas. Aquí es importante recordar que esos más de 15.000 millones de transferencias del Estado no computan como déficit de la Seguridad Social (son ingresos del organismo).

¿Y los gastos? Pues bien, los gastos no financieros ascendían a más de 158.500 millones (de ahí el déficit oficial previsto de más de 18.000 millones de euros) de los que 154.650 eran transferencias corrientes y el resto gastos generales (personal, gasto corriente…)

El problema es que esos 154.650 millones de transferencias no iban sólo a pensiones contributivas (ver página 295 del Libro Amarillo): en esa cifra se incluyen 2.418 millones de no contributivas, 8.637 de incapacidad temporal, 2.858 de maternidad-paternidad, 2.144 de Dependecnia, etc…

Y no sólo eso. Para hacerlo todo algo más complicado, los 135.268 millones de gasto en pensiones contributivas (jubilación – incapacidad – viudedad – orfandad – favor de familiares) no son el único gasto en pensiones que tiene España. Si queremos computarlo todo, habría que incluir los 15.501 millones de clases pasivas.

Desde hace décadas, los sucesivos ministros y secretarios de Estado de la Seguridad Social han reclamado que este revoltijo se aclarara. Y no sólo ellos. También desde el Pacto de Toledo se ha pedido en numerosas ocasiones que las cuentas de la Seguridad Social se limpiasen de todo lo que no tuviera relación con las pensiones contributivas.

De hecho, es cierto que, si quitamos el resto de partidas, el déficit casi desaparece. O incluso podría llegar a haber superávit si no se cuentan, porque no son en puridad parte del sistema, los complementos a mínimos.

Adelgazando al máximo las cuentas, podría salir algo así (siempre con las cifras del PGE para 2019):

  • 123.600 millones de ingresos por cotizaciones
  • 128.000 millones de gasto en pensiones contributivas (sin complementos a mínimos)
  • 7.300 millones de complementos a mínimos
  • 15.000 millones en clases pasivas
  • Resto de gastos y prestaciones de la Seguridad Social, con cargo a los PGE del Estado (son casi 19.000 millones de euros)

Con estas cifras, que son muy aproximadas, sí podemos hacernos una idea de cómo quedarían las cuentas del organismo público despojadas de todo aquello que no fuera el pago de pensiones contributivas. Eso sí, con la advertencia de que los complementos a mínimos, las clases pasivas o las no contributivas (si las sigue pagando la Seguridad Social) no irán a déficit de este departamento, porque la Administración Central hará transferencias para pagarlas. Éste ha sido el sueño de todos los responsables de la Seguridad Social, unas cuentas más despejadas y en las que su déficit parezca más reducido.

Aquí, sin embargo, hay que hacer una serie de precisiones. Porque aunque es cierto que el déficit de la Seguridad Social desaparecería, lo haría a costa de engordar el del Estado. Desde un punto de vista de técnica presupuestaria, quizás sí tiene sentido separar el coste de las pensiones del resto de cuestiones. Incluso, por una mera cuestión de transparencia ante la opinión pública. Pero el problema de fondo permanece. España seguiría teniendo que pagar 170.000 millones de euros por todos estos conceptos cada año (bueno, en realidad, el próximo año… porque luego la factura crecería).

La clasificación de gastos e ingresos no deja de ser en buena parte arbitraria:

  • ¿Incluimos las no contributivas como pensiones o las catalogamos como prestaciones sociales?
  • Y si mañana un Gobierno decide cambiar por completo el sistema tributario, dejar de cobrar cotizaciones y centrar la recaudación en IRPF e IVA. ¿Estaría más en riesgo la Seguridad Social? Hay países en los que no existe el concepto cotización o este impuesto es muy bajo; y la mayoría de los ingresos para pagar las pensiones llegan todos vía tributos convencionales.

Como vemos, tenía razón Cristóbal Montoro cuando dijo, en la presentación de esos PGE para 2018 que tanto están dando que hablar, que la Seguridad Social no está quebrada como no lo está ningún departamento del Estado. Al final, las prestaciones dependen de la capacidad de recaudación de ese Estado por todos los conceptos. En este punto, que los gastos de las clases pasivas se paguen por el organismo Seguridad Social en vez del organismo Ministerio de Hacienda no cambia nada. Sí, es cierto que habrá algunas transferencias más entre diversos departamentos del Gobierno. Y sí, también es cierto que quedará más claro cuál es el montante total del gasto en pensiones públicas. Pero ni las bases ni la seguridad de los pensionistas cambian, ni para bien ni para mal. Si se trata de organizar las cuentas, es una opción; si el objetivo es sólo engañar a la opinión pública moviendo cajas sería una forma muy poco limpia de trilerismo presupuestario.

Fuente: Libre Mercado

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