DEMOGRAFÍA Y PENSIONES

Un siglo después de que la edad de retiro por vejez se estableciera convencionalmente en 65 años, esta cifra mantiene su carácter emblemático como demarcación entre el empleo y la jubilación, y no solo entre la opinión pública, sino también entre los expertos y los representantes de las instituciones. Así se comprueba en múltiples informes y estadísticas oficiales (nacionales e internacionales), donde esta edad continúa apareciendo como la que señaliza la salida de la vida laboralmente activa y el inicio de la vejez.

Sin embargo, los 65 años de hoy tienen muy poco que ver con los de hace cien años. La población que ha cumplido esa edad ha cambiado radicalmente durante el último siglo: ha crecido en tamaño, su edad cronológica se ha elevado y todo apunta a que su edad biológica ha disminuido. Compartir la longevidad con mucha más gente y controlar mejor los problemas de salud y capacidad funcional redundan probablemente también en una valoración más positiva de la propia edad (es decir, en una mejora de la edad subjetiva). Pero a pesar de este rejuvenecimiento fisiológico y psicológico de la población cronológicamente «mayor», los 65 años parecen mantener su tenaz resistencia a ser desplazados como «edad social de jubilación».

El desarrollo de los Estados del Bienestar ha comprimido la fase productiva de las biografías laborales alterando el equilibrio entre los tiempos de vida dedicados a la formación, a la producción y al descanso de una manera que seguramente nadie dudaría en considerar superior desde la perspectiva de la calidad de vida. Las fases de formación y de descanso han ido ganando en longitud a costa de la fase de producción. En concreto, la fase de descanso se ha prolongado como resultado de dos procesos concurrentes: el adelanto de la salida del mercado de trabajo y el aumento de la esperanza de vida (particularmente, a edades avanzadas). En respuesta al crecimiento de la población jubilada y de la duración media de las jubilaciones, muchos países han impulsado en los últimos años medidas para aumentar la edad de salida del mercado de trabajo. Las adoptadas en España han conseguido solo moderadamente ese objetivo. Su limitada efectividad y la proximidad a la edad de jubilación de las voluminosas cohortes del baby boom –que, además, traen consigo un incremento significativo del porcentaje de mujeres con derecho a pensión de jubilación– justifican la preocupación por el previsible aumento del gasto en pensiones y su sostenibilidad.

La cuestión fundamental no es la de si el Estado puede satisfacer el pago de las prestaciones y servicios que demanda la población definitivamente «deslaboralizada», sino la de si lo puede hacer sin perjuicio del bienestar del resto de los ciudadanos. El problema de la sostenibilidad es económico, pero también social, porque difícilmente se puede avanzar en su manejo sin que el conjunto de la sociedad cobre conciencia de las transformaciones decisivas que se han producido en la composición demográfica de la población y en la extensión del ciclo vital de los individuos, como resultado de las cuales ha crecido intensamente,  y va a seguir creciendo en las próximas décadas, el segmento de población dependiente de rentas públicas que el Estado se ha comprometido a procurar vitaliciamente.

Contener el crecimiento de ese colectivo sin desproteger a quienes lo forman exige asumir la necesidad de cambiar la gestión social del tiempo de vida, prolongando la duración de la fase productiva y elevando, en consecuencia, la edad efectiva de salida del mercado de trabajo. Otras sociedades han conseguido en los últimos años desplazar significativamente hacia arriba esa edad. Cómo lo han hecho y con qué implicaciones económicas y sociales son preguntas que merece la pena contestar cuanto antes.

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